La Goma Peleadora
por Abuela Hilda
Prólogo
Hay días en la vida escolar que jamás se olvidan. Días en los que las cosas más comunes y corrientes se vuelven extraordinarias, donde la magia parece esconderse en los lugares más inesperados. Esta es la historia de Panchita, una niña aplicada y responsable, quien descubrió que a veces, incluso los objetos más pequeños e insignificantes pueden enseñarnos las lecciones más grandes sobre paciencia, creatividad y mantener la calma cuando todo parece salirse de control.
En un pueblito donde las familias eran humildes pero ricas en amor, donde los niños valoraban cada lápiz y cada goma como tesoros preciados, sucedió algo que nadie podría haber imaginado. Un día ordinario se convirtió en extraordinario, y una simple goma de borrar se convirtió en la protagonista de una aventura inolvidable.
Capítulo 1: El Pueblito de Esperanza
En lo alto de las montañas, rodeado de verdes praderas y arroyos cristalinos, se encontraba un pueblito tan pequeño que apenas aparecía en los mapas. Se llamaba Villa Esperanza, y aunque sus casas eran humildes y sus calles de tierra, el corazón de sus habitantes era tan grande como el cielo que los cobijaba.
En este pueblito había una escuelita pintada de blanco y azul, con un tejado rojo que brillaba bajo el sol de la mañana. No era una escuela grande ni moderna, pero era el orgullo de toda la comunidad. Sus paredes habían sido pintadas por los mismos padres de familia, las bancas habían sido construidas por los carpinteros del pueblo, y el jardín había sido sembrado con amor por los abuelos que recordaban sus propios días de escuela.
La escuela tenía solo tres salones, pero resonaba con las risas de cientos de niños y niñas que llegaban cada mañana con sus mochilas remendadas y sus zapatos lustrados con esmero. Eran hijos de campesinos, de tenderos, de artesanos, de familias numerosas donde cada peso contaba, donde cada útil escolar era un pequeño tesoro que debía cuidarse con todo el cariño del mundo.
Entre estos niños estaba Panchita, una niña de ojos grandes y brillantes, con dos trenzas oscuras que su madre le hacía cada mañana antes del desayuno. Panchita era la cuarta de seis hermanos, y aunque en su casa nunca sobraba nada, siempre había suficiente amor, suficientes abrazos, suficientes historias contadas junto al fuego en las noches frías.
—Panchita, no olvides tu estuche —le recordaba su madre cada mañana, dándole un beso en la frente—. Cuida tus útiles como si fueran de oro, porque para nosotros lo son.
Y Panchita lo hacía. Su estuche de tela floreada, cosido por su abuela con retazos de diferentes telas, era su tesoro más preciado. Dentro guardaba con cuidado sus lápices de grafito (tres en total, afilados con precisión), sus lápices de colores (una caja de doce que había recibido en su cumpleaños), su sacapuntas de metal (que había heredado de su hermana mayor), y su goma de borrar.
Ah, la goma de borrar. Era una goma rosa, suave y rectangular, que olía a fresa. Panchita la había comprado ella misma con las monedas que había ahorrado ayudando a su vecina doña Carmen con las compras. La había elegido con cuidado entre todas las gomas de la tiendita del señor Ramírez, porque era la más bonita y la que mejor borraba sin dejar manchas en el papel.
—Esta goma y yo vamos a hacer grandes cosas juntas —había dicho Panchita el día que la compró, guardándola con reverencia en su estuche.
Pero lo que Panchita no sabía era que esa goma, su querida goma rosa con olor a fresa, tenía planes muy diferentes para un día en particular.
Capítulo 2: La Mañana del Examen
El martes amaneció fresco y despejado. El sol se asomaba tímidamente entre las montañas mientras Panchita se preparaba para ir a la escuela. Su madre, como cada día, estaba en la cocina preparando el desayuno: tortillas calientes, frijoles refritos y un poco de queso fresco que había hecho la noche anterior.
—Buenos días, mi niña —saludó su madre con una sonrisa—. Come bien, que hoy tienes el examen de matemáticas, ¿verdad?
Panchita asintió, sintiendo un pequeño revoloteo de nervios en su estómago. El examen de matemáticas era importante. La maestra Rosalía lo había anunciado con una semana de anticipación, y Panchita había estudiado todas las tardes, repasando las multiplicaciones, las divisiones y los problemas de lógica.
—Sí, mamá. Pero no te preocupes, estudié mucho. Me sé todas las tablas hasta el doce.
—Esa es mi niña estudiosa —dijo su madre con orgullo, sirviéndole una porción extra de frijoles—. Acuérdate de revisar bien tu estuche antes de salir. No vaya a ser que te falte algo.
Después del desayuno, Panchita fue a su habitación compartida con sus dos hermanas menores. Tomó su estuche floreado y, con cuidado, verificó que todo estuviera en su lugar: los tres lápices de grafito, afilados y listos; los lápices de colores, ordenados del más claro al más oscuro; el sacapuntas brillante; y su goma rosa.
—Perfecto —murmuró para sí misma, cerrando la cremallera del estuche—. Todo está listo.
El camino a la escuela era una caminata de veinte minutos por un sendero que atravesaba el campo. Panchita iba con sus hermanos mayores, Pedro y Lucía, quien cantaban canciones y jugaban a adivinar qué nube se parecía más a un animal. El aire olía a tierra mojada y flores silvestres, y el canto de los pájaros acompañaba sus pasos.
Al llegar a la escuela, Panchita se encontró con sus compañeros en el patio. Todos hablaban del examen con una mezcla de nerviosismo y emoción.
—Yo estudié hasta las nueve de la noche —decía Toñito, ajustándose los lentes—. Mi papá me ayudó con los problemas difíciles.
—Yo hice todos los ejercicios del libro —añadía Marita, la mejor amiga de Panchita—. ¿Tú estudiaste mucho, Panchita?
—Sí, pero igual estoy un poco nerviosa —admitió Panchita—. Las divisiones largas siempre se me complican.
—No te preocupes —la consoló Marita—. Tú eres muy buena en matemáticas. Seguro te va a ir muy bien.
La campana sonó, llamando a los niños a formar fila. La maestra Rosalía, una mujer de mediana edad con el cabello recogido en un moño y una sonrisa siempre amable, esperaba en la puerta del salón. Llevaba puesto su vestido azul favorito y sostenía una carpeta con los exámenes recién fotocopiados.
—Buenos días, niños —saludó con voz cálida—. Espero que hayan desayunado bien y vengan con las pilas cargadas. Hoy es un día importante, pero no quiero que se pongan nerviosos. Solo hagan su mejor esfuerzo, ¿de acuerdo?
—¡Sí, maestra! —respondieron todos al unísono.
Mientras entraban al salón ordenadamente, Panchita sintió que su corazón latía un poco más rápido. Tomó su lugar en la tercera fila, junto a la ventana, y colocó su estuche sobre el pupitre de madera desgastada. El sol de la mañana entraba por la ventana, iluminando las partículas de polvo que flotaban en el aire como pequeñas estrellas.
Panchita respiró hondo y abrió su estuche, sacando un lápiz grafito bien afilado. Miró su goma rosa, que descansaba pacíficamente entre los lápices de colores.
—Tú y yo vamos a trabajar muy bien juntas hoy —le susurró a la goma, sin imaginar lo que estaba por suceder.
Capítulo 3: El Examen Comienza
La maestra Rosalía caminó entre las filas de pupitres, repartiendo las hojas del examen con una sonrisa tranquilizadora. El silencio llenó el salón, roto solo por el sonido de las hojas al ser colocadas sobre cada mesa y el ocasional carraspeo nervioso de algún estudiante.
—Tienen una hora para completar el examen —anunció la maestra, consultando el reloj de pared que colgaba sobre la pizarra—. Recuerden leer cada pregunta con cuidado, revisar sus respuestas, y no olviden poner su nombre. Si tienen alguna duda, levanten la mano y yo vendré a ayudarles.
Panchita tomó la hoja del examen con manos ligeramente temblorosas. La encabezó con su nombre completo: Francisca Morales González, pero todos la conocían como Panchita. Miró las preguntas: había veinte en total, divididas en secciones de multiplicaciones, divisiones, fracciones y problemas de lógica.
—No es tan difícil —se dijo a sí misma, tomando su lápiz—. Puedo hacerlo.
Comenzó con las primeras preguntas, las multiplicaciones. Su lápiz deslizaba suavemente sobre el papel mientras escribía los números con su mejor caligrafía. 7 x 8 = 56. 12 x 9 = 108. 15 x 6 = 90. Las respuestas fluían con facilidad, fruto de las horas de estudio.
A su alrededor, podía escuchar el rasgueo de los lápices contra el papel, el ocasional suspiro de concentración, el suave rechinar de las sillas cuando alguien se acomodaba. La maestra Rosalía caminaba silenciosamente entre las filas, observando el progreso de sus estudiantes con una mirada atenta y cariñosa.
Panchita llegó a la pregunta número diez y se dio cuenta de que había cometido un pequeño error. No era grave, pero necesitaba borrarlo. Sin pensar mucho, extendió la mano hacia su estuche para tomar su goma rosa.
Pero en ese preciso momento, algo extraordinario comenzó a suceder.
Primero fue un leve movimiento, casi imperceptible. El estuche de Panchita se sacudió ligeramente, como si algo dentro de él estuviera despertando. Panchita frunció el ceño, confundida. Tal vez había sido su imaginación, o tal vez la madera vieja del pupitre se había acomodado.
Pero entonces sucedió de nuevo, más fuerte esta vez. El estuche dio un pequeño salto sobre el pupitre, y Panchita escuchó un sonido extraño, como pequeños golpecitos viniendo del interior.
—¿Qué…? —murmuró, abriendo lentamente la cremallera de su estuche.
Y fue entonces cuando lo vio. Su goma rosa, su preciada goma con olor a fresa, estaba temblando. No, no solo temblando. Se estaba… ¿moviendo?
Antes de que Panchita pudiera procesarlo, la goma dio un salto espectacular, saliendo del estuche como un acróbata en un circo. Dio una voltereta en el aire y aterrizó sobre el pupitre con un suave “plop”.
Panchita parpadeó, sin poder creer lo que veían sus ojos. Su goma estaba rebotando sobre el pupitre, dando pequeños saltitos, como si tuviera vida propia.
—Pero… ¿qué está pasando? —susurró, completamente atónita.
Y entonces, para su absoluta sorpresa, escuchó otros sonidos similares viniendo de todas partes del salón. Miró a su alrededor y se quedó boquiabierta.
No era solo su goma. Todos los estuches en el salón estaban temblando, sacudiéndose, moviéndose. Y de cada uno de ellos, las gomas de borrar comenzaron a saltar, a brincar, a bailar sobre los pupitres como si hubieran cobrado vida mágicamente.
Era como si todas las gomas de borrar de la escuela se hubieran puesto de acuerdo para causar travesuras en el momento más inoportuno posible.
El salón, que había estado en silencio sepulcral momentos antes, estalló en un coro de exclamaciones sorprendidas.
Capítulo 4: El Caos de las Gomas
—¡Maestra! ¡Mi goma está saltando! —gritó Toñito, ajustándose los lentes con una mano mientras con la otra intentaba atrapar su goma que rebotaba como una pelota de goma.
—¡La mía también! —exclamó Marita, mirando con ojos muy abiertos cómo su goma azul daba vueltas sobre su pupitre como un trompo enloquecido.
—¡Esto es increíble! —rió Carlitos desde la última fila, mientras su goma verde hacía piruetas en el aire.
La maestra Rosalía dejó caer la pluma que sostenía. Su rostro era un retrato perfecto del asombro total. En sus veinte años de experiencia como maestra, jamás, absolutamente jamás, había presenciado algo remotamente parecido a esto.
—Niños, niños, por favor… —comenzó a decir, pero su voz se apagó cuando vio que su propia goma, la que siempre guardaba en el cajón de su escritorio, había saltado y ahora rebotaba alegremente sobre una pila de cuadernos sin calificar.
El salón se había transformado en un espectáculo de circo. Había gomas saltando, rebotando, girando, deslizándose. Algunas hacían piruetas en el aire antes de aterrizar. Otras rodaban por el piso como pequeñas ruedas. Una goma particularmente traviesa estaba balanceándose en el borde del cesto de basura como si fuera un acróbata en la cuerda floja.
Los niños, olvidando momentáneamente el examen, intentaban atrapar sus gomas. Pero las gomas parecían estar jugando al gato y al ratón, esquivando las manos que se extendían hacia ellas, saltando justo cuando estaban a punto de ser capturadas.
—¡Quédate quieta! —suplicaba Juanito, persiguiendo su goma amarilla que rodaba debajo de los pupitres.
—¡No puedo agarrarla! —se lamentaba Sofía, mientras su goma blanca saltaba de un lado a otro de su escritorio.
Panchita observaba su goma rosa con una mezcla de fascinación y preocupación. La goma había dejado de saltar y ahora estaba… ¿caminando? Sí, definitivamente estaba caminando sobre el pupitre, moviéndose con pequeños pasitos como si tuviera piernitas invisibles.
—Por favor, goma, tengo que terminar mi examen —susurró Panchita, extendiendo cuidadosamente la mano.
Pero justo cuando sus dedos estaban a punto de tocarla, la goma dio un salto hacia atrás, como si estuviera jugando. Panchita podría jurar que si las gomas pudieran reír, esta se estaría riendo de ella.
La maestra Rosalía, recuperándose de su sorpresa inicial, palmeó sus manos intentando llamar la atención de los niños.
—¡Niños, niños! ¡Orden, por favor! —su voz se elevó sobre el bullicio—. Sé que esto es… inusual, pero necesitamos mantener la calma.
—¿Inusual? —murmuró Toñito—. ¡Esto es imposible! ¡Las gomas no pueden moverse solas!
—Claramente pueden —observó Marita, mirando con ojos como platos a las gomas que continuaban su danza caótica—. ¿Cree que sea magia, maestra?
La maestra Rosalía no tenía respuesta. En todos sus años de enseñanza, había visto muchas cosas: ratones en el salón, pájaros que entraban por las ventanas, incluso una vez un murciélago que causó un pequeño caos. Pero gomas de borrar con vida propia… esto era nuevo.
—No sé qué está pasando —admitió honestamente—, pero necesitamos encontrar una manera de… de…
Sus palabras fueron interrumpidas por un grito de Panchita.
Capítulo 5: La Goma Traviesa
—¡Maestra! ¡Mi goma está borrando mi examen! —exclamó Panchita, con voz llena de angustia.
Todos en el salón giraron para mirar. Efectivamente, la goma rosa de Panchita, como si tuviera mente propia, se había posicionado sobre la hoja del examen y estaba deslizándose de un lado a otro, borrando metódicamente todas las respuestas que Panchita había escrito con tanto cuidado.
—¡No, no, no! —Panchita intentó apartar la goma, pero esta era sorprendentemente rápida. Saltó sobre su mano, la esquivó, y continuó con su misión de borrar.
Panchita sentía cómo las lágrimas comenzaban a acumularse en sus ojos. Había estudiado tanto, había llegado tan lejos en el examen, y ahora todas sus respuestas estaban siendo borradas. La frustración, la confusión y el cansancio se mezclaban en su pecho como una tormenta.
—7 x 8 = 56… —murmuraba mientras escribía de nuevo la respuesta que la goma acababa de borrar.
Pero tan pronto como terminaba de escribir, la goma volvía a pasar sobre los números, dejando solo manchas grises en su lugar.
—¡Por favor, para! —suplicó Panchita—. Necesito terminar mi examen.
La goma, sin embargo, parecía ignorarla completamente. Ahora estaba borrando las divisiones, moviéndose con una determinación que habría sido admirable si no fuera tan frustrante.
Las lágrimas finalmente desbordaron los ojos de Panchita y comenzaron a rodar por sus mejillas. No era solo por el examen. Era porque se sentía impotente, porque algo tan simple y confiable como su goma de borrar se había vuelto completamente impredecible.
La maestra Rosalía, con su corazón de educadora siempre atento a las necesidades de sus estudiantes, notó inmediatamente la angustia de Panchita. Dejando de lado su propia confusión sobre el fenómeno de las gomas saltarinas, caminó rápidamente hacia el pupitre de la niña.
—Panchita, mijita, ¿qué pasa? —preguntó con voz suave, arrodillándose junto al pupitre para estar a la altura de los ojos de la niña.
Panchita, entre sollozos, señaló su hoja del examen, ahora llena de manchas grises donde antes había respuestas cuidadosamente escritas.
—Mi… mi goma… no me deja escribir, maestra —logró decir entre hipos—. Borra todo lo que escribo y… y ya pasó mucho tiempo y no voy a poder terminar y…
—Shh, shh, tranquila, mi niña —la maestra Rosalía la rodeó con un brazo consolador—. Respira hondo. Así, muy bien.
Panchita obedeció, tomando una gran bocanada de aire que hizo temblar sus hombros.
—Escúchame bien —continuó la maestra, con esa voz cálida y firme que solo los buenos maestros saben usar—. Lo que está pasando con las gomas es muy extraño, es cierto. Nadie entiende qué está sucediendo. Pero eso no significa que vayas a fracasar, ¿me oyes?
Panchita asintió débilmente, limpiándose las lágrimas con el dorso de la mano.
—Yo sé cuánto estudiaste —dijo la maestra Rosalía—. Te vi quedarte después de clases la semana pasada para repasar. Vi cómo ayudaste a Toñito con las divisiones. Eres una niña aplicada y dedicada, y un pequeño contratiempo como este no va a cambiar eso.
—Pero mi examen… —comenzó Panchita.
—Te voy a dar tiempo extra —interrumpió la maestra con una sonrisa comprensiva—. De hecho, creo que todos necesitarán un poco más de tiempo con estas gomas traviesas. No te preocupes por el reloj. Concéntrate en hacer tu mejor esfuerzo.
—¿De verdad, maestra? —los ojos de Panchita se iluminaron un poco entre las lágrimas.
—De verdad. Y ahora, vuelve a tu asiento, toma otro lápiz, y muéstrale a esa goma juguetona que tú eres más inteligente que ella.
Panchita sonrió a pesar de todo. Se secó las últimas lágrimas y asintió con determinación renovada.
—Gracias, maestra.
—De nada, mijita. Yo estoy aquí para ayudarte, siempre.
La maestra Rosalía se puso de pie y se dirigió al resto de la clase, que había estado observando el intercambio con interés.
—Escuchen todos —anunció—. Sé que esto es una situación muy inusual, pero vamos a mantener la calma. Tienen tiempo extra para terminar el examen. Hagan su mejor esfuerzo y no dejen que estas gomas traviesas los distraigan demasiado.
Los niños asintieron, aunque sus ojos seguían siguiendo el movimiento de las gomas que continuaban su danza alrededor del salón.
Panchita se sentó de nuevo, tomó su lápiz, y miró a su goma rosa que ahora estaba inmóvil en el borde del pupitre, como si estuviera descansando después de tanto esfuerzo de borrar.
—Muy bien —susurró Panchita, mirando fijamente a la goma—. Tú ganas esta ronda. Pero yo voy a terminar este examen, te guste o no.
Y con renovada determinación, comenzó a reescribir sus respuestas, lista para el siguiente round de esta inusual batalla.
Capítulo 6: La Batalla Continúa
Panchita escribió su nombre nuevamente en la parte superior de la hoja, esta vez con trazos más firmes, más decididos. Su lápiz presionaba el papel con determinación mientras reescribía la primera pregunta: 7 x 8 = 56.
Mantuvo un ojo en su goma rosa, que permanecía quieta en el borde del pupitre, como si estuviera observándola. Durante un momento, Panchita se preguntó si las gomas realmente podían ver, si había pequeños ojitos invisibles siguiendo cada movimiento de su lápiz.
La goma se quedó quieta. Panchita continuó escribiendo. 12 x 9 = 108. 15 x 6 = 90.
Tres preguntas completadas sin interferencia. Panchita comenzó a relajarse un poco. Tal vez el momento mágico había pasado. Tal vez las gomas se habían cansado de su juego y ahora permitirían que los niños terminaran sus exámenes en paz.
Pero justo cuando Panchita comenzaba a creer que todo volvería a la normalidad, la goma se movió.
No saltó como antes. Esta vez, se deslizó lentamente hacia la hoja del examen, como un gato acechando a su presa. Panchita la observó con cautela, su lápiz quedándose inmóvil en el aire.
—No te atrevas —murmuró.
La goma se detuvo, como si hubiera entendido la advertencia. Por un momento, ninguna de las dos se movió. Era un duelo de voluntades: niña contra goma.
Entonces, en un movimiento tan rápido que Panchita apenas tuvo tiempo de reaccionar, la goma saltó hacia adelante y comenzó a borrar de nuevo. Pero esta vez, Panchita estaba preparada.
Con su mano izquierda, intentó bloquear la goma mientras con la derecha continuaba escribiendo. La goma rebotó contra su palma y, para sorpresa total de Panchita, sintió un pequeño golpecito, como si la goma le hubiera dado un suave empujón.
—¡Auch! —exclamó, más por sorpresa que por dolor—. ¿Ahora también pegas?
A su alrededor, Panchita podía escuchar historias similares de sus compañeros:
—¡Mi goma se metió en el estuche de Juanito! —reportaba Sofía.
—¡La mía está haciendo montañitas con las virutas del sacapuntas! —añadía Carlos con una mezcla de frustración y fascinación.
—¡Creo que mi goma está tratando de escribir! —gritaba Marita, señalando las marcas extrañas que su goma estaba dejando en el papel.
La maestra Rosalía caminaba de un lado a otro del salón, intentando mantener el orden mientras lidiaba con su propia goma rebelde, que había decidido que era divertido esconderse entre las páginas del libro de asistencia.
Panchita volvió su atención a su propia batalla. La goma rosa ahora estaba intentando meterse en el estuche de su compañera de al lado, Lupita, una niña callada con gafas redondas que la hacían parecer un búho estudioso.
—¡Oye! —protestó Panchita, tomando cuidadosamente la goma entre sus dedos—. Tú te quedas aquí, en mi estuche.
Pero la goma tenía otras ideas. Tan pronto como Panchita la soltó dentro de su estuche y cerró la cremallera, escuchó sonidos de protesta desde el interior. Pequeños golpecitos contra la tela, como si la goma estuviera tratando de escapar.
Panchita ignoró los sonidos y volvió a concentrarse en su examen. Había perdido mucho tiempo ya, y aunque la maestra había prometido darles tiempo extra, no quería aprovecharse de su generosidad.
Se sumergió en un problema de división larga: 144 dividido entre 12. Comenzó a trabajar el problema paso a paso, como le había enseñado la maestra. 12 en 14 cabe 1 vez, bajo el 4…
Un movimiento en la esquina de su visión la distrajo. Miró hacia arriba y casi se cae de la silla.
Su goma había escapado del estuche. ¿Cómo? Panchita no tenía idea. La cremallera seguía cerrada, pero allí estaba la goma, sobre el pupitre, moviéndose lentamente hacia su hoja de examen otra vez.
—¿Cómo saliste de ahí? —susurró Panchita, genuinamente impresionada a pesar de su frustración.
La goma no respondió, por supuesto. En su lugar, hizo algo completamente inesperado: comenzó a rodar hacia el borde del pupitre.
—¡No, no, no! —Panchita extendió la mano rápidamente, atrapando la goma justo antes de que cayera al suelo—. Si caes ahí abajo, nunca te voy a encontrar.
Sostuvo la goma firmemente en su puño cerrado. Podía sentirla moviéndose, empujando contra sus dedos, como un pájaro tratando de escapar de una jaula. Era la sensación más extraña que había experimentado en su vida.
—Maestra —llamó Panchita, levantando su otra mano—. Mi goma sigue sin comportarse. ¿Qué hago?
La maestra Rosalía se acercó, luciendo más cansada de lo que Panchita la había visto jamás. Su moño perfecto se había deshecho parcialmente, y había una mancha de tiza en su vestido azul.
—Ay, Panchita —suspiró—. Esto es… esto es completamente inexplicable. En todos mis años enseñando…
—Lo sé, maestra —dijo Panchita con empatía—. Debe ser muy difícil para usted también.
La maestra sonrió débilmente ante la comprensión de la niña.
—Mira —dijo, pensando rápidamente—. ¿Por qué no intentas poner la goma en el cajón de tu pupitre? Tal vez si no la puede ver, se quedará quieta.
Era una idea simple, pero Panchita estaba dispuesta a intentar cualquier cosa. Abrió el cajón de su pupitre, que contenía algunos libros viejos y una bufanda olvidada del invierno pasado, y colocó cuidadosamente la goma dentro.
—Quédate ahí —ordenó firmemente, cerrando el cajón.
Durante exactamente treinta segundos, hubo paz. Panchita logró completar dos problemas más. Pero entonces escuchó ruidos viniendo del cajón. Golpecitos. Rasguños. Como si algo pequeño estuviera tratando desesperadamente de salir.
Panchita abrió el cajón una rendija para mirar dentro. La goma estaba… ¿saltando? Sí, estaba saltando dentro del cajón, rebotando contra las paredes de madera como una pelota en una caja.
—Está bien, está bien —suspiró Panchita, tomando la goma de nuevo—. Claramente no te gusta estar encerrada.
Miró a su goma, a su examen medio completado, y luego al reloj. Tenía que haber una manera de terminar este examen, incluso con una goma rebelde.
Y entonces, tuvo una idea.
Capítulo 7: Un Acuerdo Inesperado
—Muy bien, señorita Goma —dijo Panchita, sosteniendo la goma de borrar a la altura de sus ojos—. Vamos a hacer un trato.
Si alguien hubiera escuchado a Panchita hablando con su goma de borrar, probablemente habrían pensado que se había vuelto loca. Pero considerando que las gomas en todo el salón estaban bailando, saltando y causando travesuras, hablar con una no parecía tan descabellado.
—Tú quieres moverte, ¿verdad? —continuó Panchita—. Está bien. Puedes moverte. Pero solo después de que yo termine cada sección del examen. ¿Trato?
La goma no dio señales de haber entendido, pero Panchita eligió tomarlo como un acuerdo tácito. Colocó la goma en la esquina superior derecha de su pupitre, lo más lejos posible de su hoja de examen.
—Ahora quédate ahí —dijo con firmeza—. Voy a terminar estas divisiones, y luego puedes… hacer lo que sea que las gomas mágicas hacen.
Para su sorpresa, la goma se quedó quieta. Panchita no perdió tiempo. Se sumergió en los problemas de división con una concentración feroz. 144 dividido entre 12 = 12. 256 dividido entre 16 = 16. Sus dedos volaban sobre el papel, su mente calculaba rápidamente, verificaba cada respuesta dos veces antes de pasar a la siguiente.
La goma permaneció en su lugar, aunque Panchita podía jurar que la veía temblar ocasionalmente, como si estuviera conteniendo la urgencia de moverse.
—Solo un poco más —murmuró Panchita—. Ya casi termino esta sección.
Completó el último problema de división y, fiel a su palabra, apartó el lápiz y miró a la goma.
—Está bien —dijo—. Tu turno.
Como si hubiera estado esperando permiso, la goma comenzó a moverse de inmediato. Pero esta vez no fue hacia la hoja del examen. En su lugar, comenzó a hacer piruetas en su lugar, girando y girando como una bailarina de ballet en un escenario.
Panchita no pudo evitar sonreír.
—Eres muy rara, ¿lo sabías? —le dijo a la goma—. Pero supongo que eso está bien. Yo también soy un poco rara a veces.
La goma terminó su danza y se quedó quieta de nuevo, como si estuviera esperando instrucciones.
—Ahora vienen las fracciones —explicó Panchita—. Estas son importantes, así que por favor, no me distraigas hasta que termine, ¿de acuerdo?
De nuevo, la goma pareció entender. Se quedó en su esquina mientras Panchita trabajaba en los problemas de fracciones. ½ + ¼ = ¾. ⅔ - ⅓ = ⅓. Estos problemas eran más complicados, requerían más concentración, pero Panchita había estudiado duro y sabía exactamente qué hacer.
A su alrededor, el caos continuaba. Toñito estaba persiguiendo su goma debajo de los pupitres. Marita había atrapado la suya y la había envuelto en un pañuelo, solo para descubrir que la goma podía saltar a través de la tela. Carlos había decidido rendirse y estaba observando con fascinación cómo su goma construía una pequeña torre con virutas de lápiz.
Pero Panchita y su goma parecían haber llegado a un entendimiento. Trabajaban por turnos: Panchita resolvía problemas, la goma bailaba y se movía. Era un ritmo extraño pero funcional.
—Sabes —dijo Panchita mientras completaba un problema particularmente difícil de fracciones—, creo que estamos haciendo un buen equipo. Es raro, pero funciona.
La goma dio un pequeño salto, que Panchita eligió interpretar como acuerdo.
Cuando terminó la sección de fracciones, Panchita consultó el reloj. Había pasado mucho tiempo, pero aún le quedaba suficiente para completar la última sección: los problemas de lógica.
—Estos son los más difíciles —le confió a la goma—. Necesito pensar mucho para resolverlos. ¿Crees que puedas quedarte extra quieta para estos?
La goma se quedó tan inmóvil que Panchita se preguntó si había vuelto a ser una goma normal. Pero no, podía ver el ligero temblor que la recorría, la energía contenida esperando ser liberada.
Panchita leyó el primer problema de lógica: “Si María tiene el doble de manzanas que Juan, y Juan tiene tres manzanas menos que Pedro, quien tiene ocho manzanas, ¿cuántas manzanas tiene María?”
Su mente comenzó a trabajar, desenredando el problema paso a paso. Pedro tiene 8. Juan tiene 8 - 3 = 5. María tiene 5 x 2 = 10. Escribió la respuesta con cuidado: María tiene 10 manzanas.
La goma no se movió. Panchita sonrió y continuó con el siguiente problema.
Era como si la goma supiera lo importantes que eran estos últimos problemas, como si entendiera que Panchita necesitaba toda su concentración. Y en un acto de compañerismo que Panchita jamás habría imaginado posible de una goma de borrar, se quedó perfectamente quieta hasta que Panchita escribió la respuesta del último problema.
—¡Lo hice! —exclamó Panchita, alzando su lápiz en triunfo—. ¡Terminé todo el examen!
La goma, como en celebración, dio el salto más alto que había dado en todo el día, haciendo una triple pirueta en el aire antes de aterrizar suavemente en la palma abierta de Panchita.
—Lo hicimos —corrigió Panchita, cerrando gentilmente sus dedos alrededor de la goma—. Lo hicimos juntas.
Capítulo 8: El Final del Fenómeno
El reloj marcaba las once y treinta cuando la campana finalmente sonó, señalando el final de la jornada escolar. Era un sonido familiar que normalmente llenaba a los niños de alegría y anticipación por el recreo o el regreso a casa. Pero hoy, ese sonido simple significaba mucho más.
En el momento exacto en que la campana emitió su último tañido, algo extraordinario sucedió. Todas las gomas de borrar en el salón, como si hubieran recibido una señal invisible, dejaron de moverse simultáneamente.
La goma de Toñito, que había estado rodando en círculos alrededor del cesto de basura, se detuvo en seco. La de Marita, que había estado intentando escalar la pila de libros en su escritorio, cayó suavemente sobre el pupitre. La de Carlos, que había estado construyendo estructuras cada vez más elaboradas con virutas de lápiz, se quedó inmóvil junto a su pequeña obra maestra.
Y la goma rosa de Panchita, descansando en su palma, se quedó completamente quieta. Ya no había temblores, ni sacudidas, ni esa energía vibrante que había poseído durante toda la mañana. Era, nuevamente, solo una goma común y corriente.
El silencio llenó el salón. Los niños se miraron unos a otros con ojos muy abiertos, como si acabaran de despertar de un sueño compartido.
—¿Se… se acabó? —preguntó Toñito tímidamente, tocando su goma con un dedo cauteloso.
—Creo que sí —respondió Marita, tomando su goma azul y examinándola cuidadosamente—. Ya no se mueve.
La maestra Rosalía, que había estado sentada en su escritorio observando el desarrollo de los eventos con una mezcla de asombro y agotamiento, se puso de pie lentamente. Recogió su propia goma del libro de asistencia donde había estado escondida y la sostuvo en su mano.
—Niños —dijo con voz un poco temblorosa—, creo que acaban de vivir una de las experiencias más extraordinarias que cualquier clase haya tenido jamás.
—¿Qué fue eso, maestra? —preguntó Sofía—. ¿Por qué las gomas cobraron vida?
La maestra Rosalía sacudió la cabeza lentamente.
—Honestamente, no lo sé. No tengo explicación para lo que acaba de suceder. En todos mis años enseñando, jamás había visto algo así.
—¿Cree que fue magia? —preguntó Carlos con los ojos brillantes.
—O tal vez un sueño —sugirió Lupita—. Tal vez todos nos quedamos dormidos y soñamos lo mismo.
—No fue un sueño —dijo Panchita con firmeza, mirando su examen completado—. Tengo mi examen como prueba. Y todas estas manchas de borrador también.
—Panchita tiene razón —concordó la maestra—. Lo que sea que haya sido, fue real. Todos lo vivimos.
Se hizo un silencio mientras los niños procesaban las palabras de su maestra. Entonces, lentamente, comenzaron a recoger sus cosas, guardando sus útiles con un nuevo respeto y cuidado, como si cada lápiz, cada sacapuntas, cada goma, pudiera en cualquier momento revelar secretos mágicos.
Panchita guardó su goma rosa en su estuche con especial cuidado. La miró una última vez antes de cerrar la cremallera.
—Gracias —susurró—. Por ayudarme a terminar. A tu manera extraña, me ayudaste a concentrarme más.
Si la goma escuchó, no dio señales de ello. Pero Panchita estaba segura de que había sentido un pequeño temblor de reconocimiento.
La maestra Rosalía caminó entre las filas, recogiendo los exámenes. Cuando llegó al pupitre de Panchita, se detuvo y miró la hoja con atención.
—Panchita —dijo con una sonrisa cálida—, a pesar de todo lo que pasó hoy, a pesar de todas las distracciones y problemas, completaste todo el examen. Y por lo que veo aquí, lo hiciste muy bien.
Panchita sintió que su pecho se hinchaba de orgullo.
—¿De verdad, maestra?
—De verdad. Dime, ¿cómo lo lograste? ¿Cómo pudiste concentrarte con todo este caos?
Panchita pensó por un momento antes de responder.
—Hice un trato con mi goma —explicó—. Le di espacio para moverse y jugar, pero en los momentos correctos. Aprendí que a veces no puedes luchar contra las cosas extrañas que pasan. Solo tienes que encontrar una manera de trabajar con ellas.
La maestra Rosalía la miró con una expresión de orgullo y sorpresa.
—Esa es una lección muy sabia, Panchita. Mucho más valiosa que cualquier problema de matemáticas.
Los niños comenzaron a salir del salón, todavía hablando emocionados sobre lo que había sucedido. Sus voces se mezclaban en un coro de asombro y entusiasmo:
—¡Esperen a que se lo cuente a mi mamá!
—¡Nadie va a creer esto!
—¡Fue la mejor clase de matemáticas de la historia!
Panchita recogió su mochila y se encaminó hacia la puerta, pero se detuvo cuando escuchó la voz de su maestra.
—Panchita, un momento, por favor.
La niña se volvió, preguntándose si había hecho algo mal.
—¿Sí, maestra?
La maestra Rosalía se acercó y se arrodilló para estar a la altura de los ojos de Panchita.
—Solo quería decirte que estoy muy orgullosa de ti. No solo por terminar el examen, sino por cómo manejaste una situación completamente imposible. Mostraste paciencia, creatividad y determinación. Esas son cualidades que te llevarán muy lejos en la vida.
Panchita sintió que su rostro se calentaba con un rubor de felicidad.
—Gracias, maestra. Usted también fue muy paciente con todos nosotros hoy.
—Bueno —sonrió la maestra—, ustedes me mantienen joven. O al menos, me mantienen sorprendida. Ahora ve, tu mamá debe estar esperándote.
Panchita salió del salón al patio soleado donde su madre la esperaba junto a las otras madres y padres que venían a recoger a sus hijos. El sol brillaba cálido sobre el pequeño patio de la escuela, y una brisa suave traía el olor de las flores silvestres que crecían en las montañas cercanas.
—¡Mami! —llamó Panchita, corriendo hacia su madre.
—Hola, mi amor —su madre la recibió con un abrazo—. ¿Cómo te fue en el examen?
Panchita abrió la boca para responder, pero se detuvo. ¿Cómo podía explicarle a su madre lo que había pasado? ¿Le creería si le contaba sobre las gomas mágicas?
Pero entonces vio en los ojos de su madre esa mirada de amor incondicional, esa expresión que decía “te escucharé sin importar lo que digas”, y supo que podía contarle cualquier cosa.
—Mamá —comenzó mientras caminaban por el sendero de regreso a casa—, tuve el día más extraño e increíble de mi vida. Y todo comenzó con mi goma de borrar…
Y mientras el sol comenzaba su descenso hacia las montañas, Panchita le contó a su madre toda la historia, desde el primer salto de la goma hasta el acuerdo final que habían hecho. Su madre escuchó con atención, con asombro y, finalmente, con una sonrisa.
—Sabes, Panchita —dijo su madre cuando terminó el relato—, a veces la vida nos presenta desafíos de las formas más inesperadas. Lo importante no es que las cosas salgan siempre como planeamos, sino cómo respondemos cuando no lo hacen.
—Eso es exactamente lo que la maestra dijo —sonrió Panchita.
—Entonces tu maestra es muy sabia. Y tú también, por aprenderlo.
Caminaron el resto del camino en un cómodo silencio, Panchita balanceando su mochila que contenía su estuche, dentro del cual descansaba una goma rosa que, por ahora, era solo una goma normal. Pero que siempre sería, para Panchita, un recordatorio de que la magia puede aparecer en los lugares más inesperados, incluso en un día ordinario de escuela.
Capítulo 9: El Misterio Continúa
Esa noche, mientras Panchita cenaba con su familia, contó y volvió a contar la historia de las gomas saltarinas. Sus hermanos la escuchaban con ojos muy abiertos, interrumpiendo ocasionalmente con preguntas:
—¿Y la goma realmente saltaba sola?
—¿No la estaban jalando con un hilo invisible?
—¿La maestra también lo vio?
Su padre, un hombre tranquilo que trabajaba en el campo y rara vez se sorprendía de nada, sacudió la cabeza con una sonrisa.
—En mi vida he visto muchas cosas extrañas —dijo—, pero gomas de borrar con vida propia… eso sí que es nuevo.
—¿Crees que volverá a pasar, Panchita? —preguntó su hermana menor, Rosita, con una mezcla de emoción y temor.
Panchita miró su mochila colgada en el gancho junto a la puerta, sabiendo que dentro estaba su estuche, y dentro del estuche, su goma rosa.
—No lo sé —admitió—. Pero si pasa, ya sé cómo manejarlo.
Después de la cena, cuando los platos habían sido lavados y guardados, y sus hermanos menores se habían ido a dormir, Panchita se sentó en la mesa de la cocina con su mamá, haciendo la tarea del día siguiente bajo la luz cálida de la lámpara de queroseno.
Sacó su estuche y, con cierta cautela, lo abrió. Su goma rosa descansaba pacíficamente entre los lápices, sin mostrar señales de la energía mágica que había poseído horas antes.
—¿Todo en orden ahí dentro? —preguntó su madre con una sonrisa divertida.
—Sí —respondió Panchita—. Está muy tranquila ahora.
—Tal vez estaba cansada de tanto saltar y borrar.
Panchita rió, imaginando a su goma exhausta después de un día de travesuras.
Trabajó en su tarea de español, escribiendo una composición sobre “Un día memorable”. Tenía mucho que escribir. Cada tanto, miraba su goma de reojo, pero esta permanecía completamente inmóvil.
Cuando terminó su tarea, Panchita se preparó para dormir. Se puso su pijama, se lavó los dientes, y se metió en la cama que compartía con sus dos hermanas menores, quienes ya estaban profundamente dormidas.
Pero antes de apagar la velita en su mesita de noche, Panchita sacó su estuche una última vez y lo abrió. Tomó la goma rosa en su mano.
—Sé que probablemente no puedes entenderme —susurró en la oscuridad—, y sé que probablemente mañana serás solo una goma normal otra vez. Pero quiero que sepas que hoy, aunque fue frustrante y confuso, también fue mágico. Me enseñaste que puedo manejar cosas inesperadas. Gracias por eso.
Guardó la goma en el estuche, cerró la cremallera, y apagó la vela. En la oscuridad, justo antes de quedarse dormida, podría haber jurado que escuchó un suave “plop”, como el sonido de una pequeña goma dando un saltito.
Pero tal vez solo fue su imaginación.
O tal vez no.
Capítulo 10: El Día Después
A la mañana siguiente, Panchita se despertó con una mezcla de anticipación y nerviosismo. Parte de ella se preguntaba si todo había sido un sueño después de todo. Tal vez se había quedado dormida durante el examen y había soñado toda la loca aventura de las gomas saltarinas.
Pero cuando abrió su mochila y sacó su estuche, ahí estaban las pruebas: las manchas grises en su hoja de examen donde la goma había borrado y vuelto a borrar sus respuestas, el pequeño desgaste en las esquinas de la goma de tanto uso.
No, definitivamente no había sido un sueño.
El camino a la escuela esa mañana estuvo lleno de conversaciones emocionadas. Todos los niños del pueblo hablaban sobre lo que había sucedido el día anterior. Las historias se habían extendido rápidamente, cada relato más fantástico que el anterior.
—Escuché que las gomas volaron por todo el salón.
—A mí me dijeron que formaron una pirámide humana. Bueno, una pirámide de gomas.
—Mi primo dice que vio una goma persiguiendo a un gato.
Panchita y sus hermanos caminaban juntos, escuchando todas las versiones exageradas de la historia.
—¿Realmente fue tan loco como dicen? —preguntó Pedro, su hermano mayor.
—Fue loco —confirmó Panchita—, pero no tanto como algunas de las historias que están inventando. Las gomas no volaron, solo saltaron. Y definitivamente no persiguieron a ningún gato.
Al llegar a la escuela, Panchita notó que había una energía diferente en el aire. Los niños estaban más emocionados de lo normal, todos queriendo compartir sus experiencias del día anterior. Incluso los niños de otras clases, que no habían experimentado el fenómeno de primera mano, querían escuchar los detalles.
Pero cuando sonó la campana y los niños entraron al salón, un silencio nervioso cayó sobre ellos. Todos miraban sus estuches con una mezcla de esperanza y aprensión. ¿Volvería a suceder?
La maestra Rosalía estaba de pie junto a la pizarra, luciendo más descansada que el día anterior. Su moño estaba perfectamente hecho, su vestido verde esmeralda inmaculado. Pero Panchita notó algo diferente en sus ojos: un brillo de curiosidad, como si ella también estuviera esperando ver si se repetía la magia.
—Buenos días, niños —saludó con su voz cálida habitual.
—Buenos días, maestra —respondieron al unísono, aunque sus voces sonaban un poco cautelosas.
—Sé que todos están pensando en lo que pasó ayer —comenzó la maestra—. Y quiero que sepan que he pensado mucho en ello. He hablado con la directora, con otros maestros, incluso llamé a mi hermana que es científica en la ciudad.
Los niños se inclinaron hacia adelante, ansiosos por escuchar.
—Y la verdad es… que nadie tiene una explicación. No hay registro de algo así sucediendo antes. Es, para todos los propósitos, un misterio.
—¿Pero podría volver a pasar? —preguntó Toñito.
La maestra sonrió.
—Honestamente, no lo sé. Pero he decidido que si sucede, estaremos preparados. He hablado con el director y hemos acordado que si las gomas vuelven a cobrar vida, tomaremos un descanso, las observaremos, tal vez incluso las estudiemos. Después de todo, no todos los días uno presencia algo verdaderamente mágico.
Los niños se relajaron un poco ante estas palabras. Al menos su maestra no pensaba que estaban locos.
—Ahora bien —continuó la maestra Rosalía—, antes de comenzar con las lecciones de hoy, quiero hablar sobre los exámenes de ayer.
Un murmullo nervioso recorrió el salón. Con todo el caos, muchos niños habían olvidado que los exámenes necesitaban ser calificados.
—Dadas las circunstancias extraordinarias —dijo la maestra—, decidí ser más flexible con la calificación. Tomé en cuenta no solo las respuestas correctas, sino también el esfuerzo y la perseverancia que mostraron al tratar de completar el examen a pesar de las… interrupciones.
Comenzó a repartir los exámenes. Cuando llegó al pupitre de Panchita, colocó la hoja con una sonrisa especial.
Panchita miró su calificación: 95 de 100.
—Excelente trabajo, Panchita —dijo la maestra en voz baja—. Especialmente considerando las circunstancias.
Panchita sintió que su corazón se hinchaba de orgullo. Todo el estrés, la frustración, las lágrimas del día anterior habían valido la pena.
Miró su estuche sobre el pupitre. Su goma rosa estaba visible a través de la cremallera medio abierta. Permanecía completamente quieta, siendo solo una goma ordinaria.
Panchita la sacó y la colocó en la palma de su mano.
—Lo logramos —susurró—. A pesar de todo, lo logramos.
La goma, por supuesto, no respondió. Pero Panchita podría haber jurado que la sentía un poquito más cálida en su mano, como si compartiera su alegría.
El día continuó normalmente. Tuvieron clase de lectura, donde leyeron un cuento sobre un mago que perdía sus poderes. Tuvieron clase de ciencias, donde aprendieron sobre las fases de la luna. Y tuvieron clase de arte, donde dibujaron sus recuerdos favoritos.
Panchita dibujó una goma rosa saltando sobre un pupitre, con una niña mirándola con ojos de asombro.
Durante todo el día, los niños miraban ocasionalmente sus estuches, esperando, preguntándose si volvería a suceder. Pero las gomas permanecieron completamente normales, siendo nada más que herramientas útiles para borrar errores.
Al final del día, mientras Panchita empacaba sus cosas, Marita se acercó a su pupitre.
—Oye, Panchita —dijo—, ¿crees que realmente pasó? A veces me pregunto si todos nos lo imaginamos.
Panchita sonrió y le mostró su dibujo.
—Pasó —dijo con certeza—. Y aunque nunca vuelva a suceder, siempre lo recordaremos. Fue nuestro día mágico.
—Nuestro día mágico —repitió Marita con una sonrisa—. Me gusta eso.
Capítulo 11: La Lección
Pasaron los días, luego las semanas, y luego los meses. El fenómeno de las gomas saltarinas nunca se repitió. La vida en la pequeña escuela de Villa Esperanza volvió a la normalidad, con sus rutinas familiares y sus pequeñas aventuras cotidianas.
Pero algo había cambiado en los niños que habían vivido ese día extraordinario, especialmente en Panchita.
Una tarde, varios meses después del incidente, la maestra Rosalía pidió a los niños que escribieran una composición sobre “La lección más importante que he aprendido este año”. Panchita se sentó en su pupitre, con su querida goma rosa a su lado (ahora desgastada y más pequeña por el uso constante), y comenzó a escribir.
“La lección más importante que aprendí este año la aprendí de una goma de borrar”, comenzó su composición.
Escribió sobre ese día memorable, sobre la frustración inicial, sobre las lágrimas, sobre cómo pensó que nunca podría terminar su examen. Pero luego escribió sobre el momento en que decidió no luchar contra lo imposible, sino trabajar con ello.
“Aprendí que cuando las cosas no salen como esperamos, tenemos dos opciones,” escribió. “Podemos enojarnos y darnos por vencidos, o podemos ser creativos y encontrar una nueva manera de hacer las cosas. Mi goma me enseñó que a veces, los obstáculos más grandes pueden convertirse en los mejores maestros si sabemos escuchar lo que nos están enseñando.”
Cuando la maestra Rosalía leyó la composición de Panchita, tuvo que parpadear rápidamente para contener las lágrimas de orgullo que amenazaban con caer.
—Panchita —la llamó después de clase—, tu composición es hermosa. Has capturado algo muy profundo.
—Gracias, maestra. Pero es la verdad. Ese día me enseñó más que cualquier libro.
—Y esa —sonrió la maestra— es la señal de una verdadera estudiante. No solo aprendes de los libros, sino de la vida misma.
Esa tarde, mientras Panchita caminaba a casa con sus hermanos, sostenía su mochila un poco más cerca, sabiendo que dentro estaba su estuche, y dentro del estuche, una goma que había sido ordinaria, luego extraordinaria, y luego ordinaria de nuevo. Pero que ahora era especial de una manera diferente: era un recordatorio, un símbolo, una lección hecha objeto.
Al llegar a casa, su madre notó algo diferente en ella.
—Te ves pensativa, mi niña —comentó mientras preparaban juntas la cena.
—Estaba pensando en mi goma —explicó Panchita—, y en ese día loco en la escuela.
—Ah, sí. El día de las gomas saltarinas. Nunca olvidaré la expresión en tu cara cuando me lo contaste.
—Mamá, ¿crees que realmente fue magia? ¿O que hubo una explicación científica que nunca descubrimos?
Su madre se detuvo en medio de cortar una zanahoria y miró a Panchita con una expresión pensativa.
—Sabes, mi niña, hay muchos tipos de magia en el mundo. Está la magia de los cuentos de hadas, con varitas y hechizos. Pero también está la magia de aprender algo nuevo, la magia de superar un desafío, la magia de cambiar nuestra perspectiva. Tal vez lo que experimentaste ese día fue un poco de ambas.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que tal vez las gomas realmente saltaron por algún fenómeno que no entendemos. O tal vez fue una alucinación colectiva. O tal vez fue un sueño compartido. Pero lo que realmente importa no es la explicación científica, sino lo que aprendiste de ello. Y por lo que me has contado, aprendiste algo muy valioso sobre paciencia, adaptabilidad y perseverancia. Esa es la verdadera magia.
Panchita abrazó a su madre, sintiendo una profunda gratitud por su sabiduría.
—Creo que tienes razón, mamá.
—Por supuesto que la tengo —rió su madre—. Soy tu madre. Siempre tengo razón.
Esa noche, antes de dormirse, Panchita escribió en su diario (un cuaderno que le había regalado su abuela):
“Hoy la maestra nos pidió que escribiéramos sobre la lección más importante del año. Escribí sobre mi goma y sobre ese día loco. Pero ahora me doy cuenta de que la lección es aún más grande de lo que pensé.
No se trata solo de ser paciente cuando las cosas salen mal. Se trata de entender que a veces, las experiencias más extrañas e inesperadas son las que más nos enseñan. Se trata de estar abierto a la magia, ya sea real o imaginada, porque esa apertura nos permite aprender y crecer.
Mi goma ahora es pequeña, casi gastada. Pronto tendré que comprar una nueva. Pero guardaré esta, incluso cuando ya no pueda usarla para borrar. La guardaré como recuerdo de que la magia puede aparecer en cualquier momento, en cualquier lugar, incluso en las cosas más ordinarias.
Y cuando llegue el próximo desafío grande en mi vida, recordaré este día. Recordaré que puedo manejar lo inesperado. Recordaré que puedo encontrar soluciones creativas. Recordaré que puedo hacer un trato incluso con una goma peleadora.
Porque si pude hacer eso, puedo hacer cualquier cosa.”
Cerró su diario, guardó su goma rosa en su lugar especial en el estuche, y se durmió con una sonrisa en el rostro, soñando con todas las aventuras y desafíos que el futuro le traería.
Epílogo: Años Después
Diez años más tarde, Panchita, ahora una joven maestra de escuela primaria en la ciudad, estaba preparando su salón de clases para su primer día de enseñanza. Colocaba libros en los estantes, organizaba los pupitres, escribía un mensaje de bienvenida en la pizarra.
En su escritorio, junto a su taza de café y su planificador de lecciones, había una pequeña caja de madera. La abrió con cuidado, revelando su contenido: una goma rosa, pequeña y desgastada, con apenas un rastro del olor a fresa que alguna vez tuvo.
Una de sus colegas, pasando por su puerta, se asomó con curiosidad.
—¿Qué es eso? —preguntó, señalando la goma.
Panchita sonrió, tomando la goma con reverencia.
—Esto —dijo— es un recordatorio de la lección más importante que aprendí cuando era estudiante.
—¿Una goma de borrar? —la colega rió—. ¿Qué puede enseñarte una goma?
—Más de lo que imaginas —respondió Panchita—. Esta goma me enseñó que los mejores maestros a veces vienen en los paquetes más inesperados. Me enseñó sobre paciencia, creatividad y perseverancia. Y me enseñó que la magia existe, si sabes dónde buscarla.
Guardó cuidadosamente la goma de vuelta en su caja.
—Y ahora —continuó—, como maestra, espero enseñar esas mismas lecciones a mis estudiantes. No solo a través de libros y exámenes, sino a través de las experiencias inesperadas que la vida nos trae.
La colega la miró con una nueva comprensión.
—Creo que vas a ser una gran maestra, Panchita.
—Eso espero. Y si algún día las gomas de mis estudiantes cobran vida, al menos sabré cómo manejarlo.
Ambas rieron, y Panchita volvió a preparar su salón, lista para embarcarse en su propia aventura como educadora, llevando consigo las lecciones que una pequeña goma peleadora le había enseñado años atrás.
Porque algunas lecciones, las más importantes, permanecen con nosotros toda la vida. Y algunas gomas de borrar, aunque pequeñas y ordinarias, se convierten en símbolos de algo mucho más grande: el poder de la adaptabilidad, la belleza de lo inesperado, y la magia que existe en los momentos más comunes de la vida.
Lección
A veces, la vida nos presenta desafíos de las formas más inesperadas y en los momentos menos convenientes. Puede ser un examen importante interrumpido por eventos extraños, un proyecto especial que sale mal, o simplemente un día que no va como lo planeamos. En esos momentos, tenemos una elección fundamental: podemos resistirnos a lo inesperado y luchar contra ello con frustración, o podemos adaptar nuestra perspectiva y encontrar maneras creativas de trabajar dentro de las nuevas circunstancias.
La historia de Panchita y su goma peleadora nos recuerda que la verdadera fortaleza no está en controlar perfectamente cada situación, sino en nuestra capacidad de adaptarnos cuando las cosas no salen como esperábamos. Panchita no pudo hacer que su goma dejara de moverse, pero encontró una manera de trabajar con ella, de hacer un “acuerdo” que le permitiera completar su tarea a pesar del obstáculo.
Esta lección se extiende más allá del salón de clases. En la vida, encontraremos muchas “gomas peleonas”: problemas que no podemos resolver completamente, situaciones que no podemos controlar, obstáculos que simplemente tenemos que aprender a sortear. Lo importante no es eliminar todos los obstáculos de nuestro camino, sino desarrollar la paciencia, la creatividad y la perseverancia para seguir adelante a pesar de ellos.
Además, la historia nos enseña sobre la importancia de mantener la calma en situaciones caóticas. Cuando Panchita lloró por su examen borrado, su maestra no la regañó ni minimizó sus sentimientos. En cambio, le ofreció comprensión, apoyo y tiempo adicional. Esta compasión permitió a Panchita recuperarse y encontrar una solución.
Finalmente, hay una lección sobre encontrar magia en lo ordinario. Una simple goma de borrar, un objeto tan común que raramente pensamos en él, se convirtió en la fuente de una de las experiencias más memorables de Panchita. Esto nos recuerda que debemos estar abiertos a la sorpresa y el asombro, incluso en los lugares más inesperados.
Las “gomas peleonas” de la vida pueden ser frustrantes, pueden hacernos llorar, pueden parecer imposibles de manejar. Pero si mantenemos la paciencia, buscamos soluciones creativas y recordamos que estos desafíos a menudo nos enseñan las lecciones más valiosas, descubriremos que somos más fuertes y más capaces de lo que imaginábamos.
Y quién sabe, tal vez años después, guardaremos un recuerdo de ese momento difícil, no con amargura, sino con gratitud por lo que nos enseñó sobre nosotros mismos y sobre el arte de navegar un mundo que no siempre hace lo que esperamos que haga.