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El Vuelo del Volantín

20 min de lectura
Edades 7-13
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por Abuela Hilda

Cuento Corto

En un pueblito pintoresco donde las casas tenían tejados de te jas rojas y las calles olían a pan recién horneado cada mañana, existía una tradición que todos esperaban con ansias: la Fiesta de la Primavera.

Cada año, cuando los últimos vestigios del invierno se desvanecían y los primeros brotes verdes asomaban en los jardines, el pueblo entero se transformaba. Las calles se decoraban con banderines de colores que ondeaban alegres con la brisa. Las familias preparaban comidas especiales. Los músicos afinaban sus instrumentos. Y lo más importante de todo: se organizaba el Gran Concurso de Volantines.

El concurso no era un evento cualquiera. Era el orgullo del pueblo, una tradición que se remontaba a tiempos que ni siquiera los abuelos más ancianos recordaban. Había categorías para niños, jóvenes y adultos. Premios para el volantín más colorido, el más grande, el más creativo. Pero el premio más codiciado, el que todos anhelaban ganar, era el del volantín que volara más alto.

En este pueblo vivía una familia muy especial: la familia Morales. Don Arturo Morales era conocido en todo el pueblo como el mejor fabricante de volantines que jamás había existido. Su pequeño taller, ubicado en una esquina cerca de la plaza, era un lugar mágico donde nacían volantines de todas las formas y tamaños imaginables.

Volantines en forma de mariposas gigantes con alas que parecían hechas de vitrales. Volantines hexagonales decorados con patrones geométricos que parecían hipnotizar. Volantines tradicionales con largas colas que serpenteaban en el aire como dragones chinos. Volantines tan grandes que dos adultos apenas podían sostenerlos.

Don Arturo usaba solo los mejores materiales: papel japonés importado que era delgado pero resistente, bambú seleccionado cuidadosamente por su flexibilidad, pinturas brillantes que no se des coloraban con el sol, hilo de seda que era tan fuerte como el acero pero más ligero que una pluma.

Durante las semanas previas a la Fiesta de la Primavera, la tienda de don Arturo se llenaba de clientes. Familias enteras llegaban, los niños presionando sus narices contra el vidrio, señalando los volantines que querían, sus ojos brillando con sueños de victoria.

“Quiero ese, mamá, el azul con estrellas doradas,” suplicaba un niño.

“Ese dragón rojo es perfecto,” decía un padre. “Mi hijo lo va a elevar más alto que nadie.”

Don Arturo sonreía mientras envolvía cada volantín con cuidado, dando instrucciones sobre cómo manejarlo, cómo repararlo si el hilo se cortaba, cómo hacer que volara con gracia y estabilidad.

Pero no todos en el pueblo podían permitirse comprar uno de los hermosos volantines de don Arturo.

En la parte más humilde del pueblo, donde las casas eran más pequeñas y los jardines más modestos, vivía la familia Vega. El señor Vega trabajaba como jardinero, cuidando los parques del pueblo. La señora Vega era costurera, remendando ropa para las familias del vecindario. Y su hijo, Mateo, era un niño de diez años con ojos soñadores y un corazón lleno de esperanza.

Mateo amaba la Fiesta de la Primavera tanto como cualquier otro niño del pueblo. Pero sabía que su familia no tenía dinero para comprar un volantín de don Arturo. De hecho, apenas tenían suficiente para las necesidades básicas.

Pero Mateo tenía algo que ningún dinero podía comprar: un padre con manos mágicas y un corazón creativo.

“Papá,” dijo Mateo una tarde, dos semanas antes del concurso, mientras ayudaba a su padre a regar el parque. “¿Crees que podríamos hacer un volantín este año? Solo para participar. No tiene que ganar ni nada.”

El señor Vega dejó de regar y miró a su hijo. Vio la esperanza en sus ojos, el deseo de ser parte de algo especial, de sentirse incluido como los demás niños del pueblo.

“Por supuesto que sí, hijo,” dijo con una sonrisa. “¿Qué tipo de volantín te gustaría?”

Los ojos de Mateo se iluminaron. “¿Podríamos hacer uno en forma de pájaro?”

El señor Vega sonrió más ampliamente. Desde niño, tenía un talento especial para crear cosas con sus manos. Aunque no tenía los materiales caros de don Arturo, tenía algo igualmente valioso: imaginación, habilidad, y amor por su hijo.

Esa noche, después de la cena, el señor Vega salió a caminar por el pueblo. Recogió periódicos viejos que encontraba en los contenedores de reciclaje. Algunos estaban amarillentos por el tiempo, otros tenían las páginas arrugadas, pero todos eran perfectos para lo que tenía en mente.

En su pequeño cobertizo en el patio trasero, el señor Vega trabajó durante las noches, cuando Mateo ya estaba dormido. A la luz de una lámpara de querosén, cortaba, pegaba, moldeaba.

Usó palillos de bambú que había salvado de escobas viejas, cortándolos y lijándolos hasta que fueran perfectamente lisos. Usó engrudo hecho de harina y agua para pegar el papel de periódico en capas, creando una estructura resistente pero liviana.

Pero lo más especial era la forma. El señor Vega no creó un volantín ordinario. Creó un pájaro. Un ave magnífica con alas extendidas, una cola de plumas hechas de tiras de periódico cuidadosamente cortadas y enrolladas, un cuerpo aerodinámico que parecía listo para surcar los cielos.

Trabajó en los detalles con paciencia de orfebre. Dibujó plumas individuales usando un carbón quemado. Creó ojos con botones brillantes que había encontrado. Formó un pico con papel enrollado y endurecido con el engrudo.

Después de dos semanas de trabajo nocturno, el volantín estaba listo.

Era diferente a cualquier volantín que el señor Vega hubiera hecho antes. Mientras lo sostenía en la luz tenue del cobertizo, casi parecía… vivo. Las sombras que proyectaba en las paredes parecían moverse como alas batiendo. Los ojos de botón parecían mirar directamente a su creador.

“Hermoso,” susurró el señor Vega, tocando suavemente el pico del pájaro de papel. “Espero que vueles alto, amigo mío. Por Mateo.”

La mañana del concurso amaneció perfecta. El cielo era de un azul tan brillante que dolía mirarlo. Las nubes eran escasas, blancas y esponjosas como algodón de azúcar. Y lo más importante: había viento. No demasiado fuerte, no demasiado suave. El viento perfecto para volar volantines.

El pueblo entero se dirigió a la cancha de fútbol grande que había en las afueras, el mismo campo donde se jugaban los partidos importantes y se celebraban los eventos especiales. Ya para las diez de la mañana, cientos de personas llenaban las gradas improvisadas y los bordes del campo.

Era un espectáculo de colores. Familias enteras llegaban con sus volantines, cada uno más impresionante que el anterior. Había volantines rojos como el fuego, azules como el océano, verdes como la selva. Algunos tenían diseños de flores, otros de animales, otros de patrones abstractos que parecían arte moderno.

Los niños corrían emocionados, comparando sus volantines, presumiendo sobre cuál volaría más alto. Los padres revisaban los hilos, asegurándose de que todo estuviera perfecto. Los abuelos recordaban concursos de años pasados, compartiendo historias de glorias pasadas.

En un escenario temporal decorado con banderines y flores, estaban las autoridades del pueblo: el alcalde con su banda tricolor, los jueces del concurso con sus tablillas y cronómetros, y don Arturo Morales, invitado como juez especial por ser el experto en volantines del pueblo.

Los organizadores comenzaron a registrar a los participantes. Familias hacían fila, dando sus nombres, mostrando sus volantines para ser catalogados en la categoría apropiada.

Y entonces, cuando el registro estaba casi cerrado, una familia llegó corriendo al campo.

Era la familia Vega.

El señor Vega venía adelante, su camisa limpia pero vieja, sus zapatos lustrados pero gastados. La señora Vega le seguía, con un vestido sencillo pero impecable. Y entre ellos, sosteniéndolo con cuidado como si fuera el tesoro más preciado del mundo, venía Mateo.

En sus manos llevaba el volantín.

El pájaro de papel de periódico.

Cuando la gente lo vio, se quedaron en silencio. No era el silencio del desprecio. Era el silencio del asombro.

Porque a pesar de estar hecho de materiales humildes, el volantín era extraordinario. El señor Vega había transformado periódicos viejos y palos de bambú en algo que parecía arte. Las alas estaban perfectamente proporcionadas. Las plumas lucían tan reales que algunos juraban haber visto cómo se movían con la brisa. Los ojos de botón brillaban con una luz que no podía venir solo del reflejo del sol.

“Mira eso,” susurró una mujer a su esposo. “Es hermoso.”

“Está hecho de periódico,” respondió el esposo con asombro. “¿Cómo es posible que algo hecho de periódico se vea tan… vivo?”

Los otros niños se acercaron, curiosos. Algunos con sus volantines caros de la tienda de don Arturo, otros con creaciones hechas en casa de materiales más convencionales.

“¿Lo hiciste tú?” preguntó un niño a Mateo.

“Mi papá lo hizo,” respondió Mateo con orgullo, mirando a su padre con adoración. “Es el mejor haciendo cosas.”

El señor Vega se sonrojó, pero sonrió. Se acercó a la mesa de registro, donde una mujer con un portapapeles anotaba los nombres.

“Quisiera registrar a mi hijo para el concurso,” dijo educadamente.

La mujer lo miró, luego miró el volantín. Sus cejas se levantaron con sorpresa.

“Por supuesto,” dijo, regresando a su tono profesional. “¿Nombre del participante?”

“Mateo Vega.”

“¿Categoría de edad?”

“Niños, diez años.”

La mujer anotó todo, le dio un número a Mateo (el 47), y los dirigió a la zona de espera para su categoría.

Mientras esperaban que comenzara el concurso, Mateo sostenía su volantín con cuidado. De cerca, podía ver todos los detalles que su padre había incluido. Cada pluma dibujada a mano. Cada curva del pico. La forma en que las alas parecían tensarse, como si el pájaro de papel estuviera ansioso por volar.

Mateo se inclinó cerca del volantín y susurró, tan bajo que solo él podía escuchar sus propias palabras: “Por favor, pájaro mágico, vuela alto. No necesitamos ganar. Solo quiero que papá vea que todo su trabajo valió la pena. Por favor, vuela lo más alto que puedas.”

El viento sopló en ese momento, ruf flando el papel de periódico, y Mateo habría jurado que el pájaro movió ligeramente sus alas.

Finalmente, el alcalde subió al escenario y tomó el micrófono. Su voz resonó por los altavoces.

“¡Buenos días, queridos vecinos! ¡Bienvenidos a nuestro anual Concurso de Volantines de la Fiesta de la Primavera!”

La multitud estalló en aplausos y gritos de emoción.

“Hoy tenemos más de cien participantes en todas las categorías,” continuó el alcalde. “Y como siempre, el premio mayor irá al volantín que vuele más alto. ¡Que comience el concurso!”

Las trompetas sonaron. Los tambores redobl aron. Y el concurso comenzó.

La primera categoría fue la de adultos. Hombres y mujeres corrieron por el campo, sus volantines alzándose detrás de ellos, atrapando el viento, elevándose cada vez más alto. El público vitoreaba, señalando, comentando sobre cuál iba más alto.

Luego vino la categoría de jóvenes. Adolescentes con técnicas perfeccionadas por años de práctica hicieron volar sus volantines con habilidad experta, compitiendo fieramente por cada metro de altitud.

Y finalmente, llegó el turno de los niños.

Cuarenta y siete niños se alinearon en el campo, cada uno sosteniendo su volantín, esperando la señal para comenzar.

Mateo estaba al final de la línea, su número 47 prendido a su camisa. Su padre estaba a su lado, listo para ayudarlo a lanzar el volantín. Su madre observaba desde las gradas, las manos juntas en oración.

“¿Estás listo, hijo?” preguntó el señor Vega.

Mateo asintió, aunque su corazón latía como un tambor en su pecho.

“Recuerda,” dijo su padre gentilmente, “no importa qué pase. Ya ganaste al participar. Ya ganaste al ser valiente. El resto es solo diversión.”

La bocina sonó. “¡COMIENCEN!”

El campo estalló en actividad. Niños corrieron en todas direcciones, sus padres y hermanos ayudándolos a lanzar los volantines. El cielo se llenó rápidamente de colores: rojo, azul, verde, amarillo, morado, naranja. Volantines de todas las formas y tamaños se elevaban, danzando en el viento.

Pero Mateo no corrió. No inmediatamente.

En cambio, con mucho cuidado, hizo exactamente lo que su padre le había enseñado durante las prácticas secretas en su patio trasero. Sostuvo el volantín en sus manos, sintiendo el peso ligero del papel de periódico y el bambú. Cerró los ojos por un momento.

Y susurró de nuevo: “Vuela, pájaro mágico. Vuela más alto que nunca. Te lo pido con todo mi corazón.”

Cuando abrió los ojos, sintió algo extraño. El volantín en sus manos… vibró. Solo un poco, tan sutil que casi lo imagina. Pero estaba ahí. Una energía, una especie de… vida.

“Ahora, Mateo,” dijo su padre. “Lánzalo ahora.”

Mateo levantó el volantín sobre su cabeza. El viento lo atrapó inmediatamente, tirando con fuerza. Pero en lugar de soltarlo de inmediato, Mateo esperó un segundo más, dos segundos.

Y entonces, en el momento perfecto cuando sintió que el viento era exactamente correcto, lo liberó.

Lo que sucedió a continuación hizo que todo el campo se quedara en silencio.

El volantín no simplemente voló. No simplemente se elevó con el viento como los demás.

El pájaro de papel de periódico… cobró vida.

Las alas, que habían estado rígidas y quietas, comenzaron a moverse. No con el viento, sino por sí mismas. Como un pájaro real, batían arriba y abajo, arriba y abajo, con un ritmo regular y grácil.

“¿Están viendo esto?” jadeó alguien en la multitud.

“No puede ser,” susurró otro. “Es imposible.”

Pero estaba sucediendo ante los ojos de todos.

El pájaro de papel subió y subió y subió. No en línea recta como hacen los volantines normales cuando el viento los lleva. Sino en espiral, como vuela un águila cuando atrapa una corriente térmica ascendente. Las alas se movían con tal realismo que era imposible distinguir al volantín de un pájaro verdadero.

Mateo sostenía el hilo, sintiendo la tensión crecer a medida que el pájaro subía más y más alto. Pero el hilo no se acababa. Su padre había traído un carrete enorme que había construido especialmente, con metros y metros de hilo enrollado. Y mientras el pájaro seguía subiendo, el hilo seguía desenvolviéndose.

Los otros volantines, por más hermosos y costosos que fueran, se quedaban atrás. El pájaro de papel los pasó a todos, subiendo cada vez más alto, más alto, más alto.

“¡Mira cómo vuela!” gritó un niño, señalando al cielo.

“¡Se mueve como un pájaro de verdad!” exclamó otro.

Los jueces en el escenario estaban completamente atónitos. Don Arturo Morales, el maestro fabricante de volantines, se había puesto de pie, su boca abierta en shock absoluto. En sus cincuenta años haciendo volantines, nunca había visto nada igual.

El alcalde sostenía binoculares, siguiendo al pájaro que ahora era apenas un punto en el cielo. “Es increíble,” murmuraba. “Absolutamente increíble.”

El padre de Mateo estaba igual de sorprendido que todos los demás. Miraba a su hijo, luego al cielo, luego de vuelta a su hijo.

“Mateo,” dijo con voz temblorosa, “¿qué hiciste? ¿Cómo lograste esto?”

Mateo lo miró con ojos llenos de maravilla y lágrimas de alegría. “No lo sé, papá. Solo le pedí que volara alto. Le dije que volara tan alto como pudiera. Y… y creo que me escuchó.”

El pájaro continuó subiendo. Los técnicos del concurso usaban instrumentos especiales para medir la altitud. “¡Cien metros!” gritó uno. “¡Ciento cincuenta!” “¡Doscientos metros y sigue subiendo!”

Era una altura que ningún volantín en la historia del concurso había alcanzado jamás.

Finalmente, después de lo que pareció una eternidad pero que fue solo unos minutos, el pájaro comenzó a estabilizarse. Se quedó ahí, tan alto que era casi invisible contra el azul brillante del cielo, sus alas moviéndose suavemente para mantenerse en posición.

El campo entero estaba en silencio, todos mirando hacia arriba con asombro y reverencia.

Y entonces, lentamente, con mucho cuidado, Mateo comenzó a enrollar el hilo. El pájaro respondió, descendiendo en círculos lentos y elegantes, como un halcón regresando a la mano de su cetrero.

Cuando finalmente aterrizó suavemente en el pasto a los pies de Mateo, el campo estalló en aplausos ensordecedores. La gente se puso de pie, aplaudiendo, gritando, silbando.

“¡BRAVO!” “¡INCREÍBLE!” “¡ASOMBROSO!”

Mateo se arrodilló y recogió el pájaro de papel de periódico. Las alas estaban quietas ahora, inmóviles, exactamente como cuando su padre lo había terminado de hacer. Era solo un volantín otra vez. Solo papel y bambú y engrudo.

Pero Mateo sabía la verdad. Por un momento mágico, el amor de su padre, su propia fe, y quizás un toque de magia real, habían transformado ese simple volantín en algo extraordinario.

Los jueces se reunieron, pero no había discusión real. El ganador era obvio.

El alcalde tomó el micrófono, su voz llena de emoción. “Damas y caballeros, niños y niñas, en todos mis años organizando este concurso, jamás he visto algo como lo que acabamos de presenciar. Los jueces están de acuerdo en que tenemos un ganador claro.”

Hizo una pausa para efecto dramático.

“En tercer lugar, en la categoría de niños: ¡Diego Ramírez con su volantín de dragón dorado!”

Diego subió al escenario entre aplausos, recibió su medalla de bronce y un sobre con un premio en efectivo.

“En segundo lugar: ¡Sofía Martínez con su volantín de mariposa arcoíris!”

Sofía subió, radiante, a recibir su medalla de plata y su premio.

“Y en primer lugar,” el alcalde sonrió ampliamente, “con la actuación más extraordinaria que este concurso ha visto jamás: ¡Mateo Vega, con su pájaro de papel de periódico!”

El campo estalló en vítores y aplausos. La familia Vega se abrazó, llorando de alegría. Mateo subió al escenario, todavía sosteniendo su volantín, con las piernas temblorosas de emoción.

Le colocaron una medalla de oro alrededor del cuello. Le entregaron un galvano hermoso, una placa grabada con su nombre y la fecha. Y le dieron un sobre grande.

Cuando Mateo lo abrió más tarde, con sus padres a su lado, descubrió un cheque por una cantidad considerable de dinero. Era el premio mayor del concurso, patrocinado por varios comerciantes del pueblo que contribuían cada año.

“Es mucho dinero,” susurró la señora Vega, con los ojos húmedos.

“Suficiente para tu uniforme escolar,” dijo el señor Vega calculando rápidamente. “Y tus útiles. Y libros. Y…”

“Y para arreglar mi dormitorio,” interrumpió Mateo con una sonrisa. “Mamá, papá, quiero que ustedes se den un gusto con este dinero también. Ustedes se lo merecen.”

Sus padres lo abrazaron tan fuerte que casi no podía respirar.

“Eres un buen hijo,” susurró su madre.

“El mejor,” agregó su padre.

Con parte del dinero del premio, compraron materiales para arreglar el dormitorio de Mateo. Una cama nueva que no chirriaba, un mueble pequeño para su ropa y sus libros, pintura fresca para las paredes. El señor Vega hizo el trabajo él mismo durante los fines de semana, transformando el cuarto pequeño en un espacio acogedor y alegre.

Con el resto del dinero, compraron lo necesario para el nuevo año escolar: uniformes que realmente le quedaban bien, cuadernos nuevos en lugar de usados, lápices de colores que no estaban rotos, una mochila resistente que no se caía a pedazos.

Pero algo aún más mágico sucedió después del concurso.

En los días siguientes, vecinos del pueblo comenzaron a tocar a la puerta de los Vega. No eran los vecinos ricos que normalmente compraban en la tienda de don Arturo. Eran las familias humildes, los trabajadores, la gente que nunca había podido permitirse un volantín costoso.

“Disculpe, señor Vega,” decían tímidamente. “¿Sería posible… podría usted hacernos un volantín como el que hizo para su hijo? Pagaremos lo que podamos…”

El señor Vega los recibía con amabilidad, pero con honestidad.

“Amigos,” les explicaba pacientemente, “lo que pasó con el volantín de Mateo… no fue por los materiales o por mi técnica. Fue algo especial, algo mágico que no puedo replicar. No sé cómo sucedió. Solo sé que hice ese volantín con todo el amor que tengo por mi hijo. Y quizás fue ese amor, combinado con la fe de Mateo, lo que creó la magia.”

Algunos vecinos estaban decepcionados, pero comprendían. Otros se maravillaban de que algo tan hermoso y mágico hubiera sucedido en su pequeño pueblo.

Incluso don Arturo Morales vino a visitar al señor Vega.

“He fabricado volantines por cincuenta años,” dijo el anciano maestro, sosteniendo el pájaro de papel de periódico con reverencia. “He usado los mejores materiales, las técnicas más refinadas. Pero nunca, nunca he creado algo que pudiera compararse con esto.”

Miró al señor Vega con respeto. “Usted tiene un regalo, amigo. Un verdadero regalo. No en la técnica, aunque su habilidad es impresionante. Sino en la capacidad de poner amor en su trabajo. Y ese tipo de magia vale más que todos los materiales caros del mundo.”

El señor Vega se sonrojó ante el elogio del experto más respetado del pueblo. “Gracias, don Arturo. Eso significa mucho viniendo de usted.”

Los dos hombres se estrecharon las manos, un reconocimiento mutuo entre artesanos que entendían el verdadero valor del trabajo hecho con el corazón.

A medida que pasaban los días y las semanas, la historia del volantín mágico se convirtió en leyenda. Los niños del pueblo jugaban al “pájaro mágico”, pretendiendo que sus propios volantines cobraban vida. Los abuelos contaban la historia a los nietos, añadiendo detalles con cada narración.

Y la familia Vega continuó su vida, ahora con un poco más de comodidad, un poco más de esperanza, y mucha más alegría.

Mateo regresó a la escuela cuando comenzaron las clases, orgulloso con su uniforme nuevo y sus útiles completos. Ya no era el niño pobre que se sentaba al fondo con cuadernos viejos prestados. Ahora podía mantener la cabeza en alto, no por lo que tenía, sino por lo que había logrado.

Pero lo más importante era que nunca olvidó la lección del volantín.

Una noche, semanas después del concurso, Mateo estaba en su cama nueva en su dormitorio recién pintado. El volantín de papel de periódico colgaba de su techo, un recordatorio constante de aquel día mágico.

“Papá,” llamó cuando su padre vino a darle las buenas noches.

“¿Sí, hijo?”

“¿Crees que la magia fue real? ¿O todos lo imaginamos?”

El señor Vega se sentó en el borde de la cama y pensó cuidadosamente antes de responder.

“Creo,” dijo finalmente, “que la magia más real no viene de pociones o hechizos. Viene del amor. De la fe. De creer en algo con todo tu corazón. Hice ese volantín con amor. Tú lo volaste con fe. Y juntos, creamos algo que nunca olvidaremos.”

Mateo sonrió, satisfecho con la respuesta.

“Te amo, papá.”

“Y yo te amo a ti, mi campeón.”

El señor Vega apagó la luz y cerró la puerta, dejándola entreabierta solo un poco.

Pero en la oscuridad del dormitorio, si alguien hubiera estado mirando muy de cerca, habrían visto algo extraordinario. El volantín de papel de periódico que colgaba del techo… movió ligeramente sus alas. Solo un poco, apenas un susurro de movimiento.

Y en la brisa suave que entraba por la ventana, si escuchabas con mucha atención, podías escuchar algo que sonaba sorprendentemente parecido al canto de un pájaro.

Porque la verdadera magia nunca muere. Solo espera el momento perfecto para volar de nuevo.


La Lección: La riqueza material no determina nuestro valor o nuestras posibilidades de éxito. Con creatividad, amor, y fe, podemos lograr cosas extraordinarias incluso con los recursos más humildes. Los mejores regalos no son los más caros, sino los hechos con el corazón. Y a veces, cuando creemos lo suficiente, cuando ponemos todo nuestro amor en algo, la magia real puede suceder.

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