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Viaje al Infinito

10 min de lectura
Edades 8-14
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por Abuela Hilda

Cuento Largo

Los sueños son semillas plantadas en el jardín de nuestra imaginación. Algunos permanecen dormidos para siempre, esperando la lluvia que nunca llega. Otros germinan lentamente, creciendo con paciencia hasta convertirse en árboles fuertes que dan frutos maravillosos. Y algunos pocos—los más especiales—florecen con tal intensidad que transforman no solo a quien los sueña, sino al mundo entero.

Esta es la historia de dos hermanos que soñaron con tocar las estrellas. No solo una vez, sino cada noche en sus corazones despiertos, y una noche especial, juntos, de una manera que desafiaría toda explicación. Es un cuento sobre la conexión misteriosa entre gemelos, sobre el poder de la imaginación, y sobre cómo los sueños más grandes comienzan con curiosidad simple y crecen a través del estudio dedicado y el trabajo constante.

Más que nada, es un recordatorio de que el universo es vasto e infinito, pero no más grande que los sueños de un niño determinado. Que las estrellas que vemos brillar en el cielo nocturno no están tan lejos como parecen cuando tenemos la valentía de alcanzarlas. Y que a veces, los viajes más extraordinarios comienzan en el lugar más ordinario de todos: en la quietud de nuestra propia habitación, con los ojos cerrados, soñando con lo imposible hasta que se vuelve inevitable.

Los Hermanos de las Estrellas

En una ciudad pequeña donde las casas se apretujaban unas contra otras en calles estrechas y los días comenzaban temprano con el sonido de trabajadores rumbo a sus labores, vivía una familia que, aunque humilde en posesiones, era rica en amor y aspiraciones.

El padre, un hombre de manos callosas y espalda fuerte, trabajaba en la construcción. Cada mañana salía cuando el sol apenas comenzaba a pintar el horizonte de colores rosados, regresando solo cuando las sombras se alargaban y el día se preparaba para dormir. Pero por más cansado que estuviera, siempre tenía energía para sus hijos—para escuchar sus historias, revisar sus tareas, y maravillarse ante su curiosidad insaciable.

La madre era costurera, trabajando desde casa en una máquina antigua que había heredado de su propia madre. El sonido rítmico de la máquina era la banda sonora de la casa—un recordatorio constante del trabajo honesto y la dedicación. Entre costuras, preparaba comidas simples pero nutritivas, mantenía la casa ordenada a pesar de su tamaño reducido, y encontraba tiempo para nutrir las mentes de sus hijos con historias y preguntas que los hacían pensar.

Y luego estaban los gemelos.

Mateo y Lucas, de once años, eran idénticos en apariencia pero complementarios en personalidad. Mateo, nacido primero por apenas tres minutos, era el más extrovertido—el que hacía preguntas en voz alta en clase, el que levantaba la mano primero, el que compartía cada pensamiento que cruzaba su mente activa. Lucas era más contemplativo, prefiriendo observar y procesar antes de hablar. Pero cuando hablaba, sus palabras eran medidas y profundas, revelando una comprensión que a menudo sorprendía a los adultos.

Pero en algo eran absolutamente idénticos: su fascinación con el espacio.

No era un interés pasajero o una fase temporal. Era una pasión que ardía constantemente, alimentada por cada libro que leían, cada documental que veían, cada foto del cosmos que podían encontrar. Sus paredes estaban cubiertas con pósters del sistema solar recortados de revistas viejas que habían encontrado en la biblioteca. Tenían cuadernos llenos de dibujos de planetas, cohetes, constelaciones—algunos copiados de libros, otros imaginados de sus propias mentes creativas.

Cada sábado, sin falta, caminaban juntos las ocho cuadras hasta la biblioteca municipal. Era un edificio modesto, más pequeño que muchas casas, con estantes que crujían bajo el peso de libros donados a lo largo de décadas. Pero para Mateo y Lucas, era un palacio de conocimiento, un portal a mundos infinitos.

La bibliotecaria, la señora Sofía, una mujer mayor de pelo plateado y sonrisa perpetua, los esperaba cada semana con libros nuevos que había apartado especialmente para ellos.

—Miren lo que encontré —decía, sosteniendo un libro gastado sobre astronomía o un atlas estelar con páginas amarillentas—. Pensé que les gustaría.

Y les gustaba. Se sentaban en el rincón de la biblioteca durante horas, hombro con hombro, compartiendo el mismo libro, señalándose mutuamente descubrimientos fascinantes, susurrando para no molestar a otros lectores pero incapaces de contener completamente su emoción.

En la escuela, sus profesores los conocían bien. No solo porque eran gemelos—algo bastante memorable en sí mismo—sino porque su entusiasmo por aprender era contagioso y su conocimiento sobre ciertos temas superaba con creces lo esperado para su edad.

El profesor Rodríguez, su maestro de ciencias, a menudo los invitaba a compartir lo que habían aprendido con el resto de la clase.

—Mateo, Lucas, ¿por qué no nos cuentan lo que descubrieron esta semana en la biblioteca?

Y ellos se levantaban, un poco tímidos pero claramente emocionados, y hablaban sobre los anillos de Saturno o la Gran Mancha Roja de Júpiter o la distancia entre la Tierra y las estrellas más cercanas. Hablaban con tal claridad y pasión que incluso los compañeros que normalmente encontraban la ciencia aburrida se inclinaban hacia adelante, cautivados.

—Algún día —Mateo había dicho una vez al final de una de estas presentaciones—, queremos ser astronautas. Queremos viajar al espacio y ver estos planetas con nuestros propios ojos.

—Y científicos —había añadido Lucas—. Para estudiar el universo y ayudar a otros a entenderlo.

El profesor Rodríguez había sonreído, con ojos que brillaban con algo que podría haber sido lágrimas.

—Saben qué, chicos? Creo que lo harán. Si alguien puede, son ustedes.

Sus padres, aunque no habían tenido la oportunidad de estudiar más allá de la escuela primaria debido a las necesidades económicas de sus propias familias, apoyaban completamente las aspiraciones de sus hijos.

—No pudimos ir a la universidad —les decía su padre mientras cenaban alrededor de la pequeña mesa de la cocina—. Pero ustedes sí pueden. Ustedes irán. Y cuando lleguen allá, estudiarán todo lo que puedan, aprenderán todo lo que quieran, y se convertirán en lo que sueñan ser.

—¿Aunque seamos pobres? —había preguntado Lucas una vez, con la honestidad brutal de un niño.

Su madre había tomado su mano con ternura.

—Hijo, ser pobre solo significa que no tenemos mucho dinero. Pero tenemos algo mucho más valioso: tenemos cerebros que funcionan, corazones que sueñan, y manos dispuestas a trabajar. Con eso, pueden lograr cualquier cosa.

Y los gemelos lo creían. Porque cada noche, cuando se acostaban en sus camas gemelas en la habitación que compartían—una habitación tan pequeña que apenas cabían sus camas, un escritorio compartido, y una estantería con sus libros preciados—miraban por la ventana hacia el cielo nocturno.

Y soñaban.

La Noche del Sueño Compartido

Era una noche de viernes como cualquier otra. Los gemelos habían terminado sus tareas, habían cenado con sus padres, y se habían preparado para dormir. Su padre había entrado a su habitación como siempre, sentándose en el borde de la cama de Mateo mientras su madre se sentaba en la de Lucas.

—Buenas noches, mis exploradores del espacio —había dicho su padre con cariño, acomodando las mantas alrededor de Mateo.

—Que sueñen con las estrellas —había añadido su madre, besando la frente de Lucas.

—Papá —había preguntado Mateo—, ¿crees que algún día realmente iremos al espacio?

Su padre había hecho una pausa, considerando la pregunta con la seriedad que merecía.

—¿Sabes qué creo? Creo que si siguen estudiando tan duro como lo hacen ahora, si nunca dejan de hacer preguntas, si nunca pierden esa curiosidad que los hace especiales… entonces sí. Absolutamente sí.

—¿Aunque seamos solo niños de una ciudad pequeña? —había añadido Lucas.

—Especialmente porque son niños de una ciudad pequeña —había respondido su madre—. Porque saben lo que es trabajar por lo que quieren. Porque no dan nada por sentado. Porque aprecian cada libro, cada oportunidad, cada momento de aprendizaje.

Después de que sus padres se retiraran, apagando la luz pero dejando la puerta entreabierta como les gustaba, los gemelos se quedaron despiertos un rato más, como siempre hacían.

—Mateo —susurró Lucas en la oscuridad—, ¿tú crees en los sueños que predicen el futuro?

—¿Qué quieres decir?

—Como… si sueñas algo muy claramente, ¿crees que podría ser una señal de que va a pasar de verdad?

Mateo pensó en esto por un momento.

—No sé. Pero me gusta pensar que sí. Me gusta pensar que cuando soñamos con el espacio, el universo de alguna manera lo sabe, y nos está preparando para llegar allí algún día.

—Sería bonito —murmuró Lucas, ya con sueño.

—Sí —acordó Mateo—. Buenas noches, Lucas.

—Buenas noches, Mateo.

Y se durmieron, sin saber que esta noche sería diferente a todas las demás.

El Sueño

Mateo no estaba seguro de cuándo exactamente se había quedado dormido. Un momento estaba despierto, mirando las sombras que la luz de la calle proyectaba en el techo, y al siguiente estaba… en otro lugar.

No, no en otro lugar. En el mismo lugar, pero diferente. Más brillante. Más real, de alguna manera, aunque sabía que estaba soñando.

Se encontró de pie en su habitación, pero Lucas estaba despierto también, mirándolo con ojos muy abiertos.

—¿Lo sientes? —preguntó Lucas, y su voz sonaba clara y real.

—Sí —respondió Mateo, aunque no estaba seguro de qué exactamente sentía. Solo sabía que algo extraordinario estaba a punto de suceder.

De repente, sin transición, estaban en un auto. No su auto familiar—uno mucho más grande y cómodo. Sus padres estaban en los asientos delanteros, sonriendo. Y junto a ellos estaba el profesor Rodríguez.

—¿Listos, chicos? —preguntaba su padre, mirándolos por el espejo retrovisor.

—¿Listos para qué? —preguntó Mateo, aunque parte de él ya lo sabía.

—Para cumplir su sueño —respondió su madre con una sonrisa misteriosa.

El paisaje fuera de las ventanas cambió con esa lógica fluida de los sueños. Un momento estaban en calles familiares, y al siguiente estaban acercándose a una instalación enorme—torres gigantes, edificios blancos brillantes, y en el centro, majestuoso e imposible, un cohete espacial apuntando hacia el cielo.

—Es… es Cabo Cañaveral —susurró Lucas, reconociendo el lugar de las fotos en sus libros.

—O algo así —añadió Mateo, porque aunque se parecía a las fotos, también era más grande, más impresionante, más real de lo que ninguna fotografía podría capturar.

Salieron del auto en un estacionamiento enorme. Alrededor de ellos, había científicos e ingenieros en batas blancas, camiones transportando equipos, pantallas gigantes mostrando cuenta regresivas y trayectorias de vuelo. El aire vibraba con anticipación y energía.

—Es aún más increíble de lo que imaginaba —dijo Mateo, girando en círculos tratando de ver todo a la vez.

El profesor Rodríguez los guió hacia adelante, sonriendo ante su asombro evidente.

—Llegamos justo a tiempo —dijo—. El lanzamiento es en una hora.

Los llevó a una plataforma de observación donde había docenas de personas—otras familias, periodistas, oficiales importantes. Todos miraban hacia el cohete en la distancia, comentando emocionados sobre la misión.

Los gemelos se quedaron en la baranda, con las manos apretadas contra el metal frío, incapaces de apartar la mirada del cohete.

—Es hermoso —murmuró Lucas.

—Es perfecto —añadió Mateo.

Estuvieron allí durante lo que pareció una eternidad y solo un momento. Y entonces, alguien se acercó por detrás de ellos.

—Hola, jóvenes. ¿Primera vez en un lanzamiento?

Se giraron para encontrar a un hombre alto en un traje de vuelo naranja brillante—un astronauta real, con parches de misiones en su manga y una sonrisa amable en su rostro curtido por la experiencia.

—S-sí, señor —tartamudeó Mateo.

—Hemos estado soñando con esto toda nuestra vida —añadió Lucas con más confianza.

El astronauta se arrodilló para estar a su altura, estudiando sus rostros con interés genuino.

—¿Sí? Cuéntenme más.

Y así, bajo el cielo que comenzaba a llenarse de estrellas, los gemelos le contaron todo. Sobre los libros en la biblioteca, sobre sus cuadernos llenos de dibujos, sobre su sueño de algún día convertirse en científicos y astronautas. Hablaron con tal pasión y conocimiento que el astronauta—cuyo nombre, descubrieron, era Capitán Torres—escuchaba completamente fascinado.

—Saben qué —dijo finalmente—, creo que ustedes pertenecen allá arriba tanto como yo. Y tengo una idea un poco loca. ¿Quieren venir conmigo?

Los gemelos se miraron entre sí, con ojos enormes de incredulidad.

—¿Venir… en el cohete? —preguntó Mateo, apenas capaz de formar las palabras.

—En el cohete —confirmó el Capitán Torres—. Tenemos dos asientos extras en esta misión, y no conozco a nadie más merecedor que ustedes dos.

Todo sucedió muy rápido después de eso. Hubo formularios que sus padres firmaron sonriendo, aunque Mateo estaba bastante seguro de que los formularios decían cosas imposibles. Hubo trajes espaciales que de alguna manera les quedaban perfectos. Hubo orientaciones rápidas de otros astronautas—la Doctora Chen, el Ingeniero Ruiz, el Comandante Morrison—todos dándoles la bienvenida como si fueran colegas en lugar de niños de once años.

Y entonces, antes de que pudieran procesarlo completamente, estaban subiendo al cohete.

El interior era a la vez exactamente como habían imaginado y completamente diferente. Había pantallas por todas partes mostrando datos que apenas podían leer pero que reconocían de sus libros. Había cientos de botones y interruptores, cada uno con un propósito preciso. Había ventanas—pequeñas pero perfectamente claras—que por ahora solo mostraban el cielo oscureciendo.

Los ataron en sus asientos, y el Capitán Torres les explicó cada paso del procedimiento de lanzamiento. Los gemelos escuchaban ávidamente, absorbiendo cada palabra como esponjas.

—Cinco minutos —anunció una voz desde los altavoces.

El corazón de Mateo latía tan fuerte que podía escucharlo en sus oídos. Miró a Lucas, que estaba en el asiento junto al suyo, y vio su propio asombro y emoción reflejados en los ojos de su hermano.

—¿Puedes creer que esto está pasando? —susurró Lucas.

—No —respondió Mateo honestamente—. Pero tampoco quiero despertar.

La cuenta regresiva comenzó. Diez, nueve, ocho…

Los motores rugieron a la vida, un sonido tan profundo y poderoso que lo sintieron en sus huesos.

Tres, dos, uno…

¡Ignición!

Y entonces, estaban volando.

No, no volando—estaban siendo lanzados, empujados, propulsados hacia arriba con una fuerza que los presionaba contra sus asientos. Miraron por las ventanas y vieron la Tierra alejándose—primero los edificios, luego las ciudades, luego continentes enteros haciéndose visibles a medida que ascendían cada vez más alto.

Mateo sintió lágrimas corriendo por sus mejillas, pero no de miedo. De alegría pura, de asombro absoluto.

Lucas estaba riendo, un sonido de deleite que burbuja desde lo más profundo de su ser.

Y luego, cuando los motores se apagaron y la gravedad los liberó, flotaron.

Flotaron.

Era la sensación más extraña y más maravillosa que jamás habían experimentado. Sus cuerpos no tenían peso. Objetos sueltos—bolígrafos, tabletas, incluso gotas de agua—flotaban a su alrededor como estaban en un acuario mágico.

—Bienvenidos al espacio, chicos —dijo la Doctora Chen con una sonrisa—. ¿Qué les parece?

Pero los gemelos no podían responder. Estaban presionando sus rostros contra las ventanas, mirando hacia afuera con reverencia silenciosa.

La Tierra.

Su hogar, vista desde el espacio.

Era un orbe azul y blanco suspendido en el vacío negro, tan hermosa que dolía mirarla. Podían ver nubes arremolinándose sobre océanos, continentes delineados por costas, luces de ciudades comenzando a brillar donde la noche estaba cayendo.

—Es… es… —Mateo no podía encontrar palabras.

—Perfecta —terminó Lucas.

Viajaron durante lo que pareció horas, aunque el tiempo en los sueños es extraño y fluido. Los astronautas les enseñaban todo—cómo comer en gravedad cero, cómo moverse sin empujarse accidentalmente en direcciones equivocadas, cómo usar los instrumentos para observar estrellas y planetas.

Les dieron libros y manuales, documentos técnicos y atlas estelares. Los gemelos los devoraban, haciendo preguntas, tomando notas mentales de todo lo que veían y aprendían.

Sus padres flotaban cerca, observándolos con orgullo que era casi tangible.

—Miren a nuestros hijos —decía su madre, limpiando lágrimas de alegría—. Están exactamente donde deben estar.

Finalmente, después de lo que podría haber sido días o minutos, el Capitán Torres anunció:

—Nos acercamos a nuestro destino. Prepárense para el descenso.

A través de las ventanas, vieron un planeta acercándose. No era la Tierra—era más pequeño, con tonos rojizos y dorados, con formaciones rocosas que se elevaban como agujas hacia su cielo rosa pálido.

El cohete descendió suavemente, usando propulsores para controlar la bajada. Tocaron tierra con apenas un golpe, y entonces escucharon el sonido de la escotilla abriéndose.

—Es seguro —dijo el Ingeniero Ruiz—. La atmósfera es respirable aquí. Uno de los pocos planetas en esta galaxia donde pueden caminar sin casco.

Bajaron por la rampa, y Mateo fue el primero en poner pie en terreno alienígena.

El suelo era sólido pero suave, casi esponjoso, como caminar sobre arena compactada. El cielo sobre ellos era un tono de rosa que no existía en la Tierra, atravesado por dos lunas gemelas—una grande y blanca, la otra más pequeña y azulada.

—Es… increíble —susurró Lucas, parado junto a su hermano.

Y entonces, en la distancia, vieron movimiento.

Figuras emergiendo de detrás de formaciones rocosas. Caminaban erguidas como humanos pero eran diferentes—más altas, más delgadas, con piel que brillaba suavemente con tonos iridiscentes que cambiaban a medida que se movían.

Mateo sintió que su corazón se aceleraba, pero el Capitán Torres puso una mano tranquilizadora en su hombro.

—No teman. Son amigables. Solo vienen a darnos la bienvenida.

Las criaturas se acercaron, y cuando estuvieron lo suficientemente cerca, uno de ellos—el que parecía ser el líder—extendió algo que se parecía a una mano pero con dedos más largos y elegantes.

El Capitán Torres tomó la mano en un apretón formal, y luego el ser se volvió hacia los gemelos.

Mateo y Lucas extendieron sus manos simultáneamente. El ser tomó primero la mano de Mateo, luego la de Lucas, y cuando lo hizo, los gemelos escucharon una voz en sus mentes—no palabras exactamente, sino pensamientos, sentimientos, bienvenida.

“Bienvenidos, pequeños soñadores. Hemos estado esperándolos.”

“¿Esperándonos?” pensó Mateo, y de alguna manera el ser pareció escuchar su pensamiento.

“Aquellos que sueñan con las estrellas eventualmente las alcanzan. Lo sabíamos desde que comenzaron a mirar hacia arriba.”

Caminaron juntos—humanos y alienígenas—a través del paisaje extraño y hermoso. Los gemelos recogían piedras preciosas que brillaban con luz interior, cristales que refractaban la luz de maneras imposibles. Los guardaban en sus bolsillos, sabiendo que estos serían los recuerdos más preciosos de todos.

El ser líder los guió a una formación rocosa alta, y desde la cima, podían ver el paisaje entero extendiéndose ante ellos—valles y montañas, ríos de algo que no era exactamente agua pero fluía como ella, bosques de árboles que crecían en espirales en lugar de rectos.

“Su planeta es hermoso,” pensó Lucas hacia el ser.

“Y el suyo también,” vino la respuesta. “Todos los mundos son hermosos cuando los miras con ojos que realmente ven.”

Pasaron lo que se sintió como horas explorando, aprendiendo, maravillándose. Los seres les mostraron su tecnología—cristales que almacenaban información, máquinas que funcionaban con luz estelar, estructuras que crecían en lugar de ser construidas.

Pero eventualmente, el Capitán Torres les dijo:

—Chicos, tenemos que volver al cohete. Necesitamos comer algo, descansar. Mañana podrán explorar más.

Reluctantemente, los gemelos se despidieron de sus nuevos amigos alienígenas, prometiendo regresar al día siguiente.

De vuelta en el cohete, comieron comida espacial que era sorprendentemente sabrosa, flotaron en compartimentos de descanso que parecían sacos de dormir suspendidos en el aire.

—Buenas noches, exploradores —dijo su padre, acomodándolos tal como hacía en casa.

—Que sueñen con las estrellas —añadió su madre.

Pero ya estaban entre las estrellas.

Mateo sintió sus ojos cerrándose, exhausto por toda la emoción. Escuchó a Lucas bostejar en el compartimento junto al suyo.

Y mientras se quedaba dormido—soñando dentro de un sueño—pensó que nunca había sido más feliz en toda su vida.

El Despertar

—¡Mateo! ¡Lucas! ¡Hora de levantarse!

La voz de su madre penetró las capas del sueño como un rayo de luz atravesando agua.

Mateo abrió los ojos lentamente, esperando ver el interior del cohete, las pantallas parpadeantes, la Tierra visible a través de ventanas pequeñas.

En cambio, vio el techo familiar de su habitación.

Se sentó bruscamente, desorientado, con el corazón acelerándose.

—¿Qué…?

En la cama junto a la suya, Lucas estaba haciendo exactamente lo mismo, sentándose con ojos confundidos y cabello despeinado.

Se miraron el uno al otro.

—Soñaste… —comenzó Mateo.

—El cohete —terminó Lucas—. Y el planeta. Y los seres.

—¡Yo también! —exclamó Mateo.

Pero antes de que pudieran continuar, su madre entró a la habitación con una sonrisa.

—Buenos días, dormilones. ¿Por qué están tan emocionados? Pensé que tendría que tirar de ustedes para sacarlos de la cama.

Los gemelos se miraron entre sí de nuevo, comunicándose en ese lenguaje silencioso que solo los gemelos realmente entienden.

—Mamá —dijo Mateo lentamente—, tuve un sueño increíble.

—Oh ¿sí? —su madre se sentó en el borde de la cama de Lucas—. Cuéntamelo durante el desayuno. Pero apúrense, o llegarán tarde al colegio.

Quince minutos después, estaban sentados alrededor de la mesa de la cocina. Su padre ya estaba allí, tomando café antes de irse a trabajar. Los gemelos comían cereal mecánicamente, todavía procesando lo que había sucedido.

—Entonces —dijo su madre, sirviendo jugo—, ¿qué era ese sueño tan increíble?

Mateo tomó un respiro profundo y comenzó a contar. Habló del cohete, del lanzamiento, del espacio. Describió la gravedad cero, la vista de la Tierra desde arriba, el planeta extraño con su cielo rosa y sus dos lunas.

Sus padres escuchaban con atención, sonriendo ante su entusiasmo.

—Conocimos seres de otro planeta —continuó Mateo—. Eran altos y brillantes, y podían hablar con nuestras mentes. Nos mostraron su mundo, y recogimos piedras preciosas, y fue… fue lo más increíble que he experimentado.

Terminó, sin aliento, con ojos brillantes de la memoria del sueño.

Hubo un momento de silencio.

Y entonces Lucas dijo tranquilamente:

—Yo tuve exactamente el mismo sueño.

Todos en la mesa se congelaron.

—¿Qué? —su madre miró entre los dos.

—Cada detalle —dijo Lucas—. El Capitán Torres. La Doctora Chen. El planeta con el cielo rosa. Los seres que hablaban con nuestras mentes. Las piedras preciosas. Todo. Exactamente lo mismo.

Los padres se miraron entre sí con una mezcla de asombro y algo que podría haber sido ligero temor.

—Eso es… muy inusual —dijo su padre lentamente.

—Los gemelos a veces tienen conexiones especiales —añadió su madre—, pero soñar exactamente lo mismo…

—Es una señal —interrumpió Lucas con convicción repentina—. Tiene que serlo.

—¿Una señal de qué? —preguntó su padre.

—De que estamos destinados a hacerlo —dijo Mateo, entendiendo exactamente lo que su hermano quería decir—. Destinados a ser astronautas. A viajar al espacio. A explorar las estrellas.

Sus padres se quedaron en silencio por un momento largo.

Luego, su padre dejó su taza de café y se inclinó hacia adelante, mirando seriamente a sus hijos.

—Saben qué, chicos? Creo que tienen razón. No sé si fue solo un sueño, o algo más. Pero sí sé esto: tienen el talento, tienen la pasión, y tienen la dedicación. Si siguen estudiando tan duro como lo hacen ahora, si nunca dejan de hacer preguntas, si trabajan por ello todos los días…

—Entonces sí, un día irán al espacio —terminó su madre—. Tal vez no de la manera exacta que soñaron. Tal vez no tan pronto. Pero llegarán allá. Si Dios quiere y ustedes trabajan por ello, llegarán.

—Lo haremos —prometió Mateo con una determinación que sus padres nunca habían escuchado antes en su voz.

—Estudiaremos más que nunca —añadió Lucas—. Aprenderemos todo lo que podamos. No los decepcionaremos.

Su padre se levantó y rodeó la mesa, poniendo una mano en el hombro de cada gemelo.

—No podrían decepcionarnos aunque lo intentaran. Ya nos hacen orgullosos todos los días. Y ahora… ahora vayan y prepárense para la escuela. Tienen conocimiento que adquirir, universos que explorar.

Los gemelos corrieron a prepararse, todavía hablando excitadamente entre ellos sobre cada detalle del sueño, verificando que realmente habían soñado exactamente lo mismo.

Y mientras salían corriendo, sus padres se quedaron sentados en la cocina, mirándose con asombro.

—¿Crees que realmente puede ser una señal? —preguntó su madre en voz baja.

Su padre reflexionó sobre esto.

—No sé sobre señales. Pero sí sé esto: he visto muchos niños perder sus sueños a medida que crecen. La vida los golpea, las dificultades los desaniman, y gradualmente dejan de creer que lo imposible es posible. Pero nuestros hijos… ellos tienen algo especial. Y si este sueño—real o no—les da aún más razón para creer, aún más motivación para trabajar duro… entonces creo que es una bendición, sin importar de dónde vino.

Su madre asintió, limpiando lágrimas que no sabía que estaban cayendo.

—Van a hacerlo, ¿verdad? Van a llegar a las estrellas.

—Sí —dijo su padre con certeza absoluta—. Creo que sí.

El Viaje de Años

Y tenía razón.

Los años pasaron. Mateo y Lucas continuaron siendo estudiantes excepcionales, pero ahora con un propósito aún más definido. Cada clase, cada libro, cada examen era un paso más en el camino hacia las estrellas.

En la escuela secundaria, se destacaron en matemáticas y física. Pasaban horas después de clases con el profesor Rodríguez, que felizmente les daba problemas cada vez más complejos, deleitándose en ver cómo sus mentes jóvenes abordaban desafíos que harían retroceder a muchos adultos.

Ganaron becas—primero pequeñas, para campamentos de ciencia durante el verano. Luego más grandes, para programas especiales en universidades. Sus padres, aunque no podían contribuir mucho financieramente, los apoyaban de todas las formas posibles—asegurándose de que tuvieran tiempo para estudiar, celebrando cada logro, consolándolos durante las inevitables desilusiones.

A los dieciocho años, ambos recibieron becas completas para una de las mejores universidades del país, con programas de astrofísica de clase mundial.

El día que se fueron a la universidad, sus padres los llevaron a la estación de autobuses. Su madre había empacado almuerzos para el viaje. Su padre les había dado a cada uno un pequeño telescopio que había estado ahorrando durante meses para comprar.

—Recuerden —dijo su madre, abrazándolos con fuerza—, no importa cuán lejos vayan, cuán alto vuelen, siempre tendrán un hogar aquí.

—Y recuerden ese sueño —añadió su padre—. El que compartieron esa noche. Déjenlo guiarlos. Porque aunque fue un sueño, el sentimiento era real. La posibilidad es real.

En la universidad, los gemelos florecieron. Se especializaron en astrofísica, tomando cursos adicionales en ingeniería aeroespacial, geología planetaria, astrobiología. Dormían poco, estudiaban constantemente, pero amaban cada minuto.

Se destacaron tanto que fueron invitados a programas de investigación de posgrado acelerados. Publicaron artículos en revistas científicas cuando apenas tenían veintitrés años. Fueron seleccionados para pasantías en agencias espaciales.

Y luego, cuando tenían veintiséis años, recibieron las cartas que habían estado esperando toda su vida.

Ambos—los dos juntos, como si el universo supiera que no podía separar a gemelos que habían soñado juntos—fueron aceptados en el programa de entrenamiento de astronautas.

Llamaron a sus padres llorando de alegría.

—Lo logramos —sollozó Mateo en el teléfono—. Vamos a ser astronautas.

—Sabíamos que lo harían —respondió su padre, con voz quebrada por la emoción—. Desde esa mañana cuando nos contaron su sueño, lo supimos.

El entrenamiento fue brutal—físicamente exigente, mentalmente agotador, emocionalmente desafiante. Pero habían estado preparándose para esto durante quince años. No iban a rendirse ahora.

Dos años después, se graduaron. Oficialmente astronautas. Doctores en astrofísica. Listos para las misiones que vendrían.

Su primera asignación llegó cuando tenían veintinueve años.

Una misión de investigación a la Estación Espacial Internacional. Duración: seis meses. Y—en un giro que parecía demasiado perfecto para ser coincidencia—ambos gemelos estaban en la tripulación.

El Círculo Completo

El día del lanzamiento amaneció claro y perfecto.

Sus padres estaban allí, por supuesto. Más viejos ahora, con más canas y más arrugas, pero con los mismos ojos brillantes de orgullo que siempre habían tenido.

El profesor Rodríguez también estaba allí, jubilado ahora pero habiendo viajado desde su ciudad pequeña para ver a sus estudiantes favoritos alcanzar las estrellas.

Mateo y Lucas se pusieron sus trajes espaciales—naranjas brillantes, exactamente como en su sueño compartido de hacía dieciocho años.

Abrazaron a sus padres una última vez antes de dirigirse al cohete.

—Los amamos —dijo su madre—. Siempre los amaremos. Ahora vayan y hagan lo que nacieron para hacer.

El cohete era incluso más impresionante que en su sueño. Más grande, más complejo, más real.

Mientras subían la rampa, Lucas se giró hacia Mateo.

—¿Te acuerdas del sueño?

—Cada detalle —respondió Mateo.

—¿Crees que… que fue solo un sueño?

Mateo pensó en esto mientras entraban al cohete, mientras eran atados en sus asientos, mientras observaban los procedimientos de verificación realizarse a su alrededor.

—No lo sé —dijo finalmente—. Pero sé esto: sueño o no, nos mostró lo que era posible. Nos dio una razón para creer. Y ahora estamos aquí, a punto de hacer realidad ese sueño.

La cuenta regresiva comenzó.

Diez, nueve, ocho…

Los gemelos se tomaron de las manos a través del espacio entre sus asientos, como lo habían hecho mil veces de niños cuando tenían miedo o estaban emocionados o simplemente necesitaban recordar que no estaban solos.

Tres, dos, uno…

Ignición.

Y volaron.

La fuerza de aceleración los presionó contra sus asientos, pero esta vez Mateo no lloró de alegría. Esta vez, sonrió—una sonrisa tranquila de satisfacción, de llegar a casa, de un sueño finalmente realizado.

Cuando alcanzaron órbita y la gravedad los liberó, flotaron exactamente como lo habían hecho en su sueño.

Y cuando miraron por las ventanas y vieron la Tierra—su hogar, su planeta, brillando azul y blanco y perfecta contra el vacío negro del espacio—Lucas dijo en voz baja:

—Es exactamente como lo soñé.

—No —corrigió Mateo—. Es mejor. Porque esta vez es real.

Pasaron seis meses en el espacio. Realizaron experimentos, repararon equipos, recolectaron datos que ayudarían a futuras misiones. Miraron las estrellas no como niños soñadores sino como científicos, como exploradores, como los astronautas que siempre habían soñado ser.

Y cuando finalmente regresaron a la Tierra, cuando se quitaron los cascos y respiraron aire terrestre por primera vez en medio año, sus padres estaban allí esperándolos.

Los abrazaron—más largos, más fuertes que nunca antes.

—Lo hicieron —susurró su madre—. Realmente lo hicieron.

—Por supuesto que lo hicimos —dijo Lucas—. Nos lo prometimos cuando teníamos once años.

—Y los gemelos nunca rompen promesas —añadió Mateo.

Esa noche, en casa de sus padres—la misma casa pequeña donde habían crecido, aunque ahora parecía aún más pequeña después de meses en la vastedad del espacio—los cuatro se sentaron alrededor de la mesa de la cocina.

Y los gemelos contaron historias sobre el espacio, sobre flotar en gravedad cero, sobre ver amaneceres desde órbita, sobre mirar hacia abajo a la Tierra y ver su ciudad pequeña perdida en la inmensidad del planeta.

Sus padres escuchaban, riendo y llorando y haciendo preguntas, maravillándose ante el camino que sus hijos habían recorrido desde esa habitación compartida con sus libros y pósters de estrellas.

—¿Recuerdan ese sueño que tuvieron? —preguntó su padre eventualmente—. El que compartieron cuando tenían once años.

—Cada detalle —respondieron los gemelos al unísono, como a menudo hacían.

—¿Alguna vez descubrieron si fue solo un sueño? —preguntó su madre—. ¿O algo más?

Mateo y Lucas intercambiaron una mirada.

—Sabes qué? —dijo Mateo lentamente—. No importa. Sueño, visión, coincidencia, destino… no importa qué fue. Lo que importa es lo que hicimos con ello.

—Nos dio algo en qué creer —añadió Lucas—. Nos dio un objetivo. Y luego trabajamos cada día durante dieciocho años para hacerlo realidad.

—Esa es la verdadera magia —dijo su padre, con ojos húmedos de lágrimas de orgullo—. No el sueño en sí, sino lo que hicieron con él.

Y tenía razón.

Porque al final, Mateo y Lucas no llegaron a las estrellas porque compartieron un sueño mágico una noche cuando tenían once años.

Llegaron a las estrellas porque creyeron en ese sueño lo suficiente como para trabajar por él. Porque estudiaron cuando otros jugaban. Porque perseveraron cuando otros se rindieron. Porque nunca, ni una sola vez, dejaron de mirar hacia arriba y preguntarse qué podría ser posible.

El sueño los había mostrado el camino.

Pero fueron sus propios pies—y mentes, y corazones, y determinación inquebrantable—los que caminaron ese camino hasta el final.

Y ahora, cuando niños pequeños en su ciudad natal miraban las estrellas y soñaban con el espacio, sus padres les contaban sobre Mateo y Lucas.

Los gemelos de la ciudad pequeña que soñaron con las estrellas.

Y luego las alcanzaron.


La Lección: Los sueños son el comienzo del viaje, no el final. Un sueño, sin importar cuán mágico o inspirador, es solo el primer paso. Lo que viene después—el estudio dedicado, el trabajo duro, la perseverancia ante las dificultades, la fe inquebrantable en la posibilidad—eso es lo que transforma los sueños en realidad. Las estrellas no están reservadas para los afortunados o los privilegiados. Están esperando a cualquiera que esté dispuesto a trabajar lo suficientemente duro para alcanzarlas.

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