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El Pequeño Escritor

18 min de lectura
Edades 8-14
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por Abuela Hilda

Cuento Corto

En un tranquilo pueblo del sur vivía un niño extraordinario llamado Pablito. Desde que cumplió tres años, sus ojos brillaban con una curiosidad insaciable. Mientras otros niños de su edad jugaban con carritos y muñecas, Pablito se sentaba en el piso de la sala, rodeado de libros de letras y números que sus padres le compraban cada semana.

“Mira, mamá,” decía el pequeño señalando las páginas con su dedito, “esta es la A, como en amor. Y esta es la B, como en beso.” Su madre lo observaba con asombro, preguntándose cómo era posible que alguien tan pequeño tuviera tanta sed de conocimiento.

Sus padres, maravillados por la inteligencia y creatividad de su hijo, decidieron alimentar su pasión. La casa se llenó de libros para colorear, cuadernos de práctica y tarjetas con letras brillantes. Cada tarde, después de la siesta, la madre de Pablito se sentaba con él en el sillón junto a la ventana, donde la luz del sol acariciaba las páginas, y juntos exploraban el mundo de las palabras.

Poco a poco, letra por letra, Pablito fue descubriendo el alfabeto como si fuera un tesoro escondido. Su madre le enseñó a leer, a escribir, a unir esas letras mágicas para formar palabras que cobraban vida. Y el niño, con su imaginación desbordante, comenzó a crear sus propias frases. Cada día, en su cuaderno especial de tapas azules, escribía pequeñas oraciones que nacían de su corazón: “Las flores de mi jardín son hermosas” o “El cielo es azul como el mar”.

Cuando Pablito cumplió cuatro años, su madre decidió que era tiempo de que conociera a otros niños. Lo inscribió en un jardín infantil cercano, un lugar acogedor con paredes pintadas de colores alegres y un patio lleno de juegos. Cada mañana, Pablito entraba corriendo por la puerta principal, ansioso por descubrir qué nuevo conocimiento le esperaba ese día.

La educadora del jardín, la tía Mariana, notó rápidamente que Pablito era diferente. No solo por su habilidad para leer y escribir a una edad tan temprana, sino por la forma en que observaba el mundo: con atención profunda, con ojos que veían detalles que otros pasaban por alto.

Todos los días, cuando su madre venía a recogerlo, Pablito salía como un torbellino de palabras, contándole cada detalle de su jornada. “Mamá, hoy aprendimos sobre las mariposas. ¿Sabías que tienen cuatro alas? Y la tía Mariana nos leyó un cuento sobre un dragón que no quería escupir fuego.” Su madre escuchaba cada palabra, sonriendo con orgullo, feliz de ver cómo su hijo absorbía el mundo como una esponja.

Pero un día, todo cambió. La madre de Pablito recibió una llamada del jardín. La tía Mariana necesitaba hablar con ella urgentemente. El corazón le dio un vuelco mientras caminaba hacia el jardín esa tarde. ¿Habría hecho algo malo Pablito? ¿Estaría enfermo?

La educadora la recibió con una sonrisa cálida y le ofreció asiento en su pequeña oficina decorada con dibujos de los niños. “Señora,” comenzó con voz suave, “quiero hablarle sobre Pablito. Hemos notado algunas características especiales en él. Creemos que tiene trastorno del espectro autista.”

El silencio llenó la habitación. La madre sintió que el mundo se detenía. Autismo. Esa palabra que había escuchado antes pero que nunca imaginó que tocaría a su familia.

“Pero quiero que sepa,” continuó rápidamente la tía Mariana, tomando las manos de la madre entre las suyas, “que esto no es ningún problema para nosotros. Pablito es brillante. Es uno de los niños más inteligentes que he conocido en mis veinte años de enseñanza. Entiende todo lo que le enseñamos, y más. Su forma de ver el mundo es un regalo, no un obstáculo.”

Esas palabras fueron como un bálsamo. La madre de Pablito respiró profundo y sintió que la tensión abandonaba sus hombros. Sí, su hijo era diferente. Pero esa diferencia lo hacía especial, único, extraordinario.

Esa noche, mientras Pablito dormía en su cuarto, ella se sentó con su esposo en la cocina y le contó todo. El padre palideció, sus manos temblaron ligeramente mientras sostenía la taza de café que se enfriaba entre sus dedos.

“¿Autismo?” murmuró, con voz llena de preocupación. “¿Qué significa eso para nuestro hijo? ¿Podrá tener una vida normal?”

Su esposa lo miró a los ojos con determinación. “Amor,” le dijo con firmeza, “no hay de qué preocuparse. Nuestro lindo niño es muy inteligente. Es sensible, es creativo, es único. Y lo amaremos y apoyaremos en cada paso del camino. Su autismo no define quién es; es solo una parte de él.”

Los días siguieron su curso, y Pablito continuó floreciendo. Aprendía con una velocidad asombrosa, devorando libros y conocimientos como si tuviera prisa por descubrir todos los secretos del universo. Y entonces, algo mágico sucedió.

Una tarde de sábado, mientras la casa estaba en silencio, la madre de Pablito pasó junto a su habitación y lo vio sentado en el piso, completamente concentrado, escribiendo en un cuaderno. Se acercó en silencio y miró por encima de su hombro. El niño no escribía oraciones simples como antes. Estaba creando versos, uniendo frases con ritmo y melodía:

“El sol despierta con un bostezo dorado, las nubes danzan en el cielo pintado, los pájaros cantan su dulce canción, y mi corazón late con emoción.”

Las lágrimas brotaron de los ojos de su madre. Su pequeño Pablito no solo era inteligente. Era un poeta, un artista de las palabras. A sus cinco años, estaba creando belleza con letras.

Cuando llegó la temporada de veladas artísticas en el jardín, la tía Mariana sugirió que Pablito recitara uno de sus poemas. La madre estaba nerviosa. ¿Podría su hijo pararse frente a tantas personas? ¿Se sentiría abrumado por las luces, los sonidos, la multitud?

Pero Pablito la sorprendió. Esa noche, vestido con su mejor camisa y sus zapatos lustrados, subió al pequeño escenario del jardín. Las luces se enfocaron en él, y por un momento el niño se quedó quieto, observando el mar de rostros que lo miraban expectantes. Luego, con voz clara como el agua de un arroyo, comenzó a recitar:

“En mi jardín hay flores, de todos los colores, rojas como el amor, amarillas como el sol…”

El auditorio quedó en completo silencio, embelesado por la voz de ese niño tan especial. Cuando terminó, la sala estalló en aplausos. Sus padres, sentados en primera fila, tenían las mejillas húmedas de emoción. Corrieron hacia él al final del acto, lo abrazaron con fuerza, y los tres regresaron a casa caminando bajo las estrellas, con el corazón lleno de orgullo y amor.

El padre de Pablito, conmovido por el talento de su hijo, le compró un cuaderno especial: uno de cuero con hojas de papel grueso y cremoso. “Para que escribas todos tus poemas,” le dijo mientras se lo entregaba. “Cada uno de ellos es un tesoro.”

Y Pablito llenó ese cuaderno, y luego otro, y otro más. Sus palabras fluían como un río interminable.

Cuando llegó el momento de ingresar a la escuela primaria, sus padres investigaron cuidadosamente. Necesitaban un lugar donde Pablito pudiera prosperar, donde su forma única de aprender fuera respetada y nutrida. Encontraron un colegio pequeño, con clases reducidas y enseñanza personalizada. Era perfecto.

En ese colegio, Pablito brilló como una estrella. Mientras sus compañeros todavía luchaban por descifrar palabras sencillas, él ya leía novelas enteras. Mientras otros apenas formaban oraciones básicas, Pablito escribía historias que hacían llorar y reír a sus maestros.

Los años pasaron como páginas de un libro. Pablito avanzó por la primaria, luego por la secundaria, siempre distinguiéndose por su excelencia académica y su talento literario. Sus profesores lo adoraban, sus compañeros lo admiraban, y él seguía escribiendo, escribiendo, escribiendo.

Cuando llegó a la universidad para estudiar literatura, Pablito ya era conocido en círculos literarios locales. Sus poemas se habían publicado en revistas, había ganado concursos, había recitado en festivales. Pero fue en la universidad donde su vida dio un giro que cambiaría todo.

Un día, después de una clase de poesía contemporánea, el profesor Gutiérrez se acercó a él. Era un hombre mayor, de pelo plateado y ojos sabios, que había trabajado durante décadas en el mundo editorial.

“Pablito,” le dijo con una sonrisa, “he leído todos tus trabajos. Cada poema, cada cuento. Tienes un don extraordinario. ¿Has pensado en publicar un libro?”

El corazón de Pablito se aceleró. ¿Un libro? ¿Sus palabras impresas en páginas que otros podrían sostener en sus manos?

“Yo podría ayudarte,” continuó el profesor. “Podemos revisar tus mejores trabajos juntos, pulirlos, organizarlos. Tengo contactos en varias editoriales. Esto podría ser el comienzo de algo grande.”

Durante los siguientes meses, Pablito y el profesor Gutiérrez trabajaron incansablemente. Revisaron cada poema, cada cuento, cada palabra. Pablito transcribió todo meticulosamente en un cuaderno especial, con su caligrafía perfecta y cuidadosa. Cuando finalmente estuvo listo, el profesor lo ayudó a enviar el manuscrito a una editorial prestigiosa.

La espera fue agonizante. Cada día, Pablito corría al buzón, buscando una respuesta. Y entonces, tres meses después, llegó el sobre. Una carta oficial de la Editorial del Sur.

Con manos temblorosas, Pablito abrió el sobre:

“Estimado Sr. Pablito, Es con gran placer que le informamos que hemos decidido publicar su obra ‘Versos del Corazón’. Su trabajo es excepcional, conmovedor y profundamente humano. Nos gustaría ofrecerle un contrato de publicación…”

Pablito leyó la carta tres veces para asegurarse de que era real. Luego corrió hacia su madre, que estaba en el jardín regando las flores, y la abrazó tan fuerte que casi la tira.

“¡Lo lograste, hijo!” lloró ella de alegría. “¡Siempre supe que lo lograrías!”

Cuando el libro finalmente llegó de la imprenta, Pablito sostuvo el primer ejemplar con reverencia. La tapa era de color crema, con su nombre impreso en letras doradas: “Pablito Mendoza - Versos del Corazón”. Abrió la primera página y respiró el aroma del papel nuevo. Sus palabras, sus sueños, sus emociones, todo ahí, preservado para siempre.

El libro se vendió rápidamente. Primero cien copias, luego mil, luego diez mil. Pablito comenzó a recibir invitaciones para recitar en festivales de poesía, para dar charlas en escuelas, para firmar libros en librerías. La gente se conectaba con sus palabras, sentían la honestidad y la belleza que fluían de su alma diferente y maravillosa.

Con el dinero que ganaba, Pablito no compró cosas lujosas para sí mismo. En cambio, comenzó a ahorrar con un propósito muy claro en mente. Cada peso que guardaba era para su gran sueño: construir una escuela especial.

“Quiero crear un lugar,” le explicó a sus padres una noche durante la cena, “donde niños como yo, niños con necesidades especiales, puedan desarrollar sus talentos. Un lugar donde la diferencia sea celebrada, no escondida. Donde cada niño pueda brillar a su manera.”

Sus padres lo miraron con lágrimas en los ojos. Su hijo no solo era talentoso; era generoso, compasivo, visionario.

Pero antes de construir su escuela, Pablito quiso hacer algo por ellos. Con parte de sus ganancias, les compró una hermosa parcela en las afueras del pueblo, con tierra fértil para cultivar y espacio para criar animalitos. Era el sueño que sus padres habían tenido toda la vida pero que nunca pudieron alcanzar.

“Ustedes me dieron todo,” les dijo Pablito cuando les entregó las escrituras de la propiedad. “Me dieron amor incondicional, apoyo, fe en mí mismo cuando el mundo podría haberme visto como diferente o menos. Esta parcela es solo una pequeña forma de agradecerles.”

Su padre, un hombre de pocas palabras, abrazó a su hijo y lloró. Su madre besó su frente como cuando era pequeño y susurró: “Siempre supimos que eras especial. Y no por tu autismo o tu inteligencia, sino por tu corazón.”

Finalmente, después de años de trabajo arduo, de más libros publicados, de más premios ganados, Pablito tuvo suficiente dinero para hacer realidad su sueño. Compró un terreno grande en la ciudad, contrató arquitectos que entendían las necesidades de niños con autismo y otras condiciones especiales, y comenzó a construir.

La Escuela “Talentos Brillantes” abrió sus puertas dos años después. Era un edificio hermoso, lleno de luz natural, con salones coloridos diseñados para diferentes estilos de aprendizaje, con jardines sensoriales, bibliotecas llenas de libros, y maestros especialmente capacitados que entendían que cada niño aprende y crece a su propio ritmo.

El primer día de clases, Pablito estaba en la entrada, dando la bienvenida personalmente a cada familia. Vio su propio reflejo en los ojos de esos niños: algunos evitaban el contacto visual, otros repetían palabras, algunos estaban absortos en sus propios mundos. Pero en cada uno de ellos vio potencial, vio belleza, vio futuro.

“Bienvenidos,” les dijo a los padres, muchos de los cuales tenían lágrimas en los ojos, “a un lugar donde sus hijos no tendrán que esconder quiénes son. Aquí, cada diferencia es un don.”

La escuela fue un éxito rotundo. Los niños florecieron. Algunos descubrieron talento para las matemáticas, otros para el arte, otros para la música. Cada uno encontró su propia voz, su propia forma de brillar.

Y Pablito continuó escribiendo. Publicó más libros: colecciones de poesía, novelas, cuentos infantiles. Ganó premios nacionales e internacionales. Fue invitado a festivales literarios en todo el mundo. Pero su mayor orgullo no eran los premios en su estudio, sino las cartas que recibía de ex-alumnos de su escuela, contándole cómo habían encontrado su camino en la vida.

Con el tiempo, abrió más escuelas. Una en la capital, otra en el norte, otra en la costa. Cada una diseñada con amor, cada una llena de maestros dedicados, cada una un refugio para niños que el mundo a veces no sabía cómo entender.

Pablito Mendoza se convirtió en un nombre conocido en todo el país y más allá. No solo como el brillante poeta y escritor, sino como el hombre que cambió la forma en que la sociedad veía a las personas con necesidades especiales. El hombre que demostró que la diferencia no es una desventaja, sino una perspectiva única y valiosa.

En su oficina, ahora como director de una red de escuelas que había ayudado a miles de niños, Pablito todavía guardaba aquel primer cuaderno de tapas azules donde, siendo un niño de tres años, había escrito: “Las flores de mi jardín son hermosas.”

Porque era verdad. Las flores de su jardín eran hermosas. Y cada niño que pasaba por las puertas de sus escuelas era una flor única, lista para florecer a su manera, en su propio tiempo, con todo su esplendor.


La Lección: Las diferencias no definen nuestro potencial. Con apoyo, amor y dedicación, todos podemos alcanzar nuestros sueños y ayudar a otros en el camino. La verdadera grandeza está en usar nuestros talentos para hacer del mundo un lugar mejor.

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