El Gigante de un Corazón de Oro
por Abuela Hilda
Cuando yo estaba en primer año de primaria, recuerdo que mi maestra nos enseñó a leer con el silabario. En sus páginas gastadas había una historia sobre un gigante egoísta que no toleraba a los niños en su jardín. Pero hoy quiero contarles una historia muy diferente, una historia sobre un gigante cuyo corazón era tan grande como su enorme cuerpo.
Esta historia sucedió en un pueblito pequeño, de esos que apenas aparecen en los mapas, donde las casas tenían techos de tejas rojas y jardines llenos de flores silvestres. Era un lugar donde todos se conocían por su nombre, donde las puertas raramente se cerraban con llave, y donde el saludo de buenos días se escuchaba en cada esquina.
Las familias del pueblo eran humildes pero alegres. Los padres trabajaban la tierra o en pequeños talleres, las madres cuidaban sus hogares y jardines, y los niños… ah, los niños eran muchos. Familias numerosas llenaban las calles de risas y gritos de juego cada tarde.
Todos los niños del pueblo asistían a la única escuelita que existía, un edificio blanco con ventanas azules y un patio de tierra donde jugaban durante los recreos. Era una escuela pequeña, con apenas cuatro salas de clase, pero estaba llena de vida y amor por el aprendizaje.
Los maestros querían profundamente a sus alumnos. La señorita Teresa enseñaba a los más pequeños con paciencia infinita. El profesor Andrés hacía que las matemáticas parecieran un juego emocionante. Y la profesora Beatriz, que enseñaba tercer grado, tenía un don especial para contar historias que hacían brillar los ojos de sus estudiantes.
Cada día, después de las lecciones de lectura y aritmética, la profesora Beatriz dedicaba los últimos veinte minutos de clase a contar cuentos. Historias de princesas valientes, de animales parlantes, de aventuras en tierras lejanas. Los niños se sentaban en semicírculo a sus pies, con los ojos muy abiertos y las manos en el regazo, absorbiendo cada palabra como tierra sedienta absorbe la lluvia.
Pero de todas las historias que contaba, había una que los niños pedían una y otra vez: la historia del Gigante del Bosque.
“Cerca de nuestro pueblo,” comenzaba siempre la profesora Beatriz con voz misteriosa, “más allá de los campos de trigo y del viejo molino, existe un bosque antiguo. Y en el corazón de ese bosque, vive un gigante.”
Los niños se inclinaban hacia adelante, conteniendo la respiración.
“Pero no es un gigante común y corriente,” continuaba ella con una sonrisa. “Es un gigante con un corazón de oro.”
La historia contaba que el gigante era tímido y solitario, que vivía con su pequeña hija de cinco años, a quien cuidaba con amor infinito desde que su esposa había fallecido cuando la niña apenas tenía tres añitos. El gigante cultivaba verduras, criaba gallinas, recolectaba plantas medicinales, y compartía generosamente todo lo que tenía con los vecinos que vivían en los límites del bosque.
“¿Es verdad, profesora?” preguntaba siempre algún niño. “¿De verdad existe el gigante?”
Y la profesora Beatriz sonreía enigmáticamente. “Algunos dicen que sí. Algunos dicen que lo han visto en el mercado del pueblo, vendiendo sus verduras frescas. Dicen que es tan alto que tiene que agacharse para pasar por las puertas. Pero también dicen que es el hombre más amable que jamás conocerán.”
Los niños soñaban con conocer al gigante. Durante los recreos, jugaban a ser el gigante y su hija. Imaginaban su casa en el bosque, su granja, sus gallinas. Y poco a poco, la idea comenzó a crecer en sus mentes como una semilla plantada en tierra fértil.
Un día, un niño llamado Tomás levantó la mano con tanto entusiasmo que casi se cae de su silla.
“¡Profesora Beatriz!” exclamó. “¿Por qué no vamos de paseo al bosque? ¡Podríamos conocer al gigante de verdad!”
El salón estalló en un coro de voces emocionadas.
“¡Sí, sí!”
“¡Por favor, profesora!”
“¡Queremos conocer al gigante!”
La profesora Beatriz levantó las manos, pidiendo silencio, pero sus ojos brillaban con diversión.
“Cálmense, niños,” dijo, aunque su sonrisa delataba que la idea le gustaba. “Es una propuesta interesante. Pero un paseo así requiere planificación y, sobre todo, permiso de sus padres.”
Una niña llamada Sofía, de trenzas largas y ojos curiosos, levantó la mano tímidamente.
“Profesora,” dijo con voz dulce, “¿podríamos llevarle un regalo al gigante? Para agradecerle por ser tan bueno con todos.”
Los ojos de la profesora Beatriz se humedecieron con emoción. Qué niños tan especiales tenía.
“Es una idea hermosa, Sofía,” dijo con ternura. “¿Qué tipo de regalo creen que le gustaría?”
Las ideas comenzaron a fluir como agua de manantial.
“¡Un dibujo!”
“¡Una tarjeta!”
“¡Podríamos hacer muchas tarjetas, una de cada uno!”
“¡Con flores dibujadas!”
La profesora Beatriz asintió, su corazón hinchándose de orgullo por sus alumnos.
“Muy bien,” dijo con firmeza. “Esto es lo que haremos. Vamos a escribir una nota en sus cuadernos para sus padres, pidiéndoles permiso para hacer un paseo educativo al bosque. Si todos los padres están de acuerdo, organizaremos la visita. Y mientras tanto, cada uno de ustedes puede preparar una tarjeta especial para el gigante. ¿Les parece bien?”
“¡Sííííí!” gritaron los niños al unísono.
Esa tarde, treinta y cinco niños regresaron a sus casas con notas cuidadosamente escritas en sus cuadernos. Algunos padres fruncieron el ceño al leer sobre un paseo al bosque. ¿Un gigante? ¿De verdad? Otros sonrieron, recordando las historias que ellos mismos habían escuchado sobre el hombre generoso que vivía más allá de los campos.
Al día siguiente, la profesora Beatriz llegó temprano a la escuela. Sabía que algunos padres estarían preocupados, así que los esperó en la entrada con una sonrisa cálida y palabras tranquilizadoras.
“Buenos días, señora Ramírez,” saludó a una madre que llegaba con expresión preocupada. “Veo que recibió la nota sobre el paseo.”
“Sí, profesora,” respondió la mujer, retorciendo el borde de su chal. “Es que… ¿es seguro? Mi Pedrito es tan inquieto. Y un bosque… hay tantos peligros.”
La profesora Beatriz tomó las manos de la madre con gentileza.
“Entiendo perfectamente su preocupación. Por eso quería hablar con todos los padres personalmente. El paseo será completamente supervisado. Tendremos tres adultos acompañándonos, caminaremos por senderos seguros y conocidos, y el gigante… bueno, es realmente un hombre muy bondadoso. Varios de los comerciantes del pueblo lo conocen y pueden dar fe de su buen carácter.”
Poco a poco, las preocupaciones se disiparon. Y cuando dos madres, la señora López y la señora García, se ofrecieron como voluntarias para acompañar a los niños, el último padre reticente finalmente dio su aprobación.
“Muchas gracias por su ayuda,” dijo la profesora Beatriz a las dos madres voluntarias. “Con ustedes dos, seremos tres adultos para treinta y cinco niños. Es perfecto.”
Luego llamó a todos los padres juntos y les dio instrucciones detalladas.
“El paseo será el próximo viernes,” explicó. “Necesito que cada niño traiga una mochila pequeña con: una toalla, un cambio de ropa (una polera y un short), y un almuerzo ligero: frutas, galletas o un sándwich, y un jugo. Hay un riachuelo en el bosque, no es profundo ni peligroso, pero los niños querrán meter los pies en el agua.”
Los niños, que habían estado escuchando desde sus filas, apenas podían contener su emoción.
Esa tarde, cada niño llegó a casa como un torbellino de entusiasmo. Buscaron bolsas, metieron toallas, escogieron su ropa favorita, empacaron sus meriendas favoritas. Algunos niños estaban tan emocionados que empacaron y desempacaron sus bolsas tres o cuatro veces, solo para asegurarse de que todo estuviera perfecto.
Durante los días previos al paseo, cada niño trabajó en su tarjeta especial para el gigante. Algunos dibujaron flores coloridas. Otros dibujaron la casa del gigante como la imaginaban. Sofía dibujó al gigante con su hija, tomados de la mano bajo un arcoíris. Tomás escribió con su mejor caligrafía: “Gracias por ser tan bueno, señor Gigante.”
Finalmente llegó el viernes. Los niños se levantaron antes que el sol, tan emocionados que sus padres tuvieron que recordarles que faltaban horas para ir a la escuela.
“¡Ya levántate, papá!” gritó Pedrito, saltando en la cama de sus padres a las cinco de la mañana. “¡Hoy vamos a conocer al gigante!”
Su padre gruñó y miró el reloj. “Hijo, la escuela no abre hasta las ocho. Todavía puedes dormir dos horas más.”
Pero Pedrito ya estaba completamente despierto, rebotando de emoción.
Cuando finalmente llegó la hora de ir a la escuela, treinta y cinco niños se presentaron con sus mochilas cuidadosamente empacadas y sonrisas que iluminaban sus rostros. La profesora Beatriz pasó lista, revisó que todos tuvieran lo necesario, e hizo un breve repaso de la lección del día anterior.
Entonces sonó la campana, la señal para comenzar la aventura.
“Muy bien, niños,” dijo la profesora con una sonrisa. “Formen una fila ordenada. Y recuerden: hoy representan a nuestra escuela. Quiero que se comporten con respeto y amabilidad.”
“Sí, profesora,” respondieron en coro.
En ese momento, alguien tocó a la puerta. Todos se quedaron quietos. La puerta se abrió y entró la directora, la señora Morales, una mujer mayor de cabello plateado y ojos sabios.
“Buenos días, niños,” dijo con voz seria pero amable.
“Buenos días, señora directora,” respondieron todos al unísono.
“He venido a despedirlos y a darles un consejo importante,” continuó, paseando su mirada por cada rostro. “Hoy van a tener una experiencia maravillosa. Pero quiero que recuerden siempre obedecer a su maestra y a las madres que los acompañan. El bosque es hermoso, pero también requiere cuidado y respeto. ¿Entendido?”
“Sí, señora directora,” prometieron solemnemente. “No se preocupe.”
La directora sonrió, su expresión severa suavizándose. “Muy bien. Disfruten su paseo y aprendan mucho.”
Los niños salieron en fila ordenada hacia el patio, donde los esperaba el viejo bus escolar amarillo. Era un bus que había visto mejores días, con asientos de cuero agrietado y ventanas que chirrían al abrirse, pero para los niños era el carruaje más emocionante del mundo.
Subieron uno por uno, eligiendo sus asientos con cuidado. Los mejores amigos se sentaron juntos, compartiendo su emoción en susurros que rápidamente se convirtieron en conversación animada.
El motor del bus rugió al encenderse, y comenzaron el viaje hacia el bosque.
El camino serpenteaba a través de campos de trigo dorado que ondeaban con la brisa como un mar de oro. Pasaron junto al viejo molino de piedra, sus aspas gigantes quietas contra el cielo azul. Cruzaron un puente de madera sobre un arroyo donde los patos nadaban en círculos perezosos.
Y entonces, como una pared verde que surgía de la tierra misma, apareció el bosque.
Los árboles eran antiguos y majestuosos, con troncos tan gruesos que tres niños juntos no podrían rodearlos con sus brazos. Sus copas se entrelazaban arriba, creando un techo de hojas verdes que filtraba la luz del sol en rayos dorados.
El bus se detuvo en un pequeño claro al borde del bosque. La puerta se abrió con un chirrido, y los niños descendieron con cuidado, sus ojos muy abiertos maravillándose ante la magnificencia del bosque.
“Muy bien,” dijo la profesora Beatriz, reuniendo a todos. “Vamos a caminar en fila de dos. Tómense de la mano con su compañero. Señora López, ¿puede ir al final de la fila? Señora García, venga conmigo al frente.”
Organizados y listos, comenzaron su caminata hacia el interior del bosque.
Era como entrar en otro mundo. El aire era más fresco aquí, perfumado con el aroma de pino y tierra húmeda. Los pájaros cantaban sinfonías complejas desde las ramas. Una ardilla roja los observó desde un tronco, su cola esponjosa moviéndose con curiosidad.
“Miren,” susurró Sofía, señalando hacia arriba. “Un pájaro azul.”
Era un azulejo, posado en una rama baja, su plumaje brillando como un zafiro bajo la luz moteada.
La profesora Beatriz aprovechó cada momento para enseñar.
“Estos son robles,” explicaba, tocando la corteza rugosa de un árbol enorme. “Pueden vivir cientos de años. Y estos,” señaló hacia unos árboles más delgados con corteza blanca, “son abedules. Fíjense cómo su corteza se pela en tiras delgadas.”
Los niños escuchaban fascinados, tocando los árboles con reverencia, recogiendo hojas caídas para llevar a casa.
Caminaron por senderos marcados por años de uso, cruzaron un pequeño puente hecho de troncos sobre un arroyo burbujeante, y finalmente, después de veinte minutos de caminata, llegaron a un claro grande.
Y allí, al final del claro, estaba la casa del gigante.
Era una casa de madera, más grande que las casas normales para acomodar a su enorme ocupante, pero acogedora y bien cuidada. Tenía ventanas con cortinas de tela floreada, un techo de tejas rojas, y un jardín delantero lleno de flores de todos los colores imaginables. A un lado de la casa había un huerto con hileras ordenadas de verduras. Al otro lado, un gallinero donde las gallinas cacareaban y picoteaban el suelo.
“Llegamos,” anunció la profesora Beatriz con una sonrisa.
Los niños se quedaron en silencio por un momento, absorbiendo la vista. Era exactamente como lo habían imaginado, pero de alguna manera aún más mágico.
“Muy bien,” dijo la profesora. “Recuerden ser respetuosos. Vamos a acercarnos y tocar a la puerta.”
Caminaron por el sendero de piedras hacia la puerta principal. La profesora Beatriz levantó su mano y tocó tres veces. Toc, toc, toc.
Desde adentro escucharon una voz profunda, resonante como un tambor pero cálida como la miel.
“¡Ya voy!”
Se escucharon pasos pesados acercándose. La puerta se abrió, y por primera vez, los niños vieron al gigante.
Era, efectivamente, enorme. Tan alto que tenía que agacharse para salir por su propia puerta. Sus manos eran del tamaño de palas, sus pies como botes. Tenía una barba oscura y espesa, y ojos color café que brillaban con bondad.
Pero lo más sorprendente no era su tamaño. Era su sonrisa. Una sonrisa tan amplia y genuina que arrugaba las esquinas de sus ojos y hacía que cualquier miedo se desvaneciera instantáneamente.
“¡Buenos días!” dijo el gigante con voz alegre. “¡Pero qué visita tan maravillosa! ¡Niños! ¡Cuánto me alegra que hayan venido!”
Los niños, que habían estado un poco intimidados por el tamaño del gigante, inmediatamente se relajaron ante su calidez.
“Buenos días, señor Gigante,” dijeron en coro, recordando sus modales.
“Por favor, llámame Gilberto,” dijo el gigante con una risa profunda. “Y pasen, pasen todos. Tengo mucho que mostrarles.”
Los niños entraron tímidamente, mirando todo con ojos maravillados. El interior de la casa estaba limpio y ordenado. Los muebles eran grandes, obviamente hechos a medida para el gigante, pero había también sillas pequeñas que claramente pertenecían a su hija.
“Vengan al patio,” invitó Gilberto, guiándolos a través de la casa hacia la parte trasera. “Quiero que conozcan mi pequeña granja y mi chacra.”
El patio trasero era un paraíso. Había hileras de vegetales: tomates rojos brillantes, lechugas verdes y crujientes, zanahorias naranjas que asomaban de la tierra. Un pequeño invernadero protegía plantas más delicadas. El gallinero albergaba docenas de gallinas de diferentes colores que clucaban y picoteaban felizmente.
“Este es mi lugar favorito en el mundo,” dijo Gilberto con orgullo. “Aquí cultivo todo lo que necesitamos mi hija y yo. Y lo que sobra, lo comparto con los vecinos o lo vendo en el mercado.”
Los niños exploraron con curiosidad, haciendo mil preguntas.
“¿Por qué estas plantas tienen flores moradas?”
“Son berenjenas,” explicó Gilberto pacientemente. “Las flores eventualmente se convierten en la verdura.”
“¿Cómo se llaman estas?” preguntó otro niño, señalando unas plantas con hojas plateadas.
“Esa es salvia,” respondió Gilberto. “Es una planta medicinal. Si tienes dolor de garganta, puedes hacer té con sus hojas.”
“¿Puedo tocar las gallinas?” preguntó una niña tímida.
“Por supuesto,” sonrió Gilberto. “Ven, te presento a Doña Clotilde. Es mi gallina más vieja y la más amigable.”
La niña se acercó con cuidado y acarició suavemente las plumas suaves de la gallina marrón, quien clucó con aprobación.
Después de explorar el jardín, Gilberto los guió hacia un área bajo un enorme parrón de uvas. Allí había una mesa larga de madera y bancos construidos por el mismo gigante.
“Siéntense aquí,” dijo con una sonrisa. “Tengo un refrigerio preparado para ustedes.”
Los niños se sentaron obedientemente, maravillándose de estar realmente allí, compartiendo con el gigante del que tanto habían escuchado.
Gilberto desapareció en la casa y regresó momentos después con bandejas. Con la ayuda de las madres voluntarias, sirvió a cada niño un vaso de leche fresca y galletas caseras todavía tibias del horno.
“Las hice esta mañana,” explicó Gilberto, sus ojos brillando. “Cuando supe que vendrían de visita. Son de miel y avena.”
Los niños mordieron las galletas y sus ojos se iluminaron. Estaban deliciosas, crujientes por fuera y suaves por dentro, con un sabor dulce a miel.
“¡Están riquísimas, señor Gilberto!” exclamó Tomás.
“Me alegra que les gusten,” respondió el gigante, claramente complacido.
A las madres les ofreció té en tazas de porcelana delicada que parecían diminutas en sus manos enormes. Ellas aceptaron con gratitud, impresionadas por la hospitalidad del gigante.
Mientras comían y bebían, los niños bombardearon a Gilberto con preguntas.
“¿Dónde está su hija?” preguntó Sofía.
La expresión de Gilberto se suavizó aún más. “Está adentro, preparándose. Es un poco tímida. Pero quiere mucho conocerlos.”
“¿Cómo se llama?” preguntó otro niño.
“Rosita,” respondió Gilberto con ternura. “Tiene cinco años. No va todavía a la escuela, pero el próximo año empezará.”
“¡Puede jugar con nosotros!” ofrecieron varios niños al mismo tiempo.
En ese momento, la puerta de atrás se abrió tímidamente. Una niña pequeña asomó la cabeza. Tenía cabello oscuro recogido en dos coletas, ojos grandes del mismo color café que su padre, y un vestido floreado limpio y bien planchado.
“Ven, mi amor,” la llamó Gilberto con voz gentil. “Estos son los niños de la escuela de los que te hablé.”
Rosita salió lentamente, aferrándose a la mano de su padre. Los niños la saludaron con entusiasmo pero con cuidado de no asustarla.
“Hola, Rosita,” dijo Sofía con una sonrisa dulce. “¿Quieres venir a jugar con nosotros?”
Rosita miró a su padre, quien asintió con ánimo. Lentamente, una sonrisa se dibujó en su rostro.
“Hay una plazita pequeña al lado de la casa,” sugirió Gilberto. “Tiene columpios y un tobogán que construí para Rosita. ¿Les gustaría jugar ahí?”
Los niños se pusieron de pie de un salto, y pronto Rosita se encontró rodeada de nuevos amigos que la invitaban a jugar, que le mostraban cómo hacer girar el trompo, que la empujaban en el columpio. Su timidez inicial se evaporó como rocío al sol, y pronto estaba riendo y jugando como si hubiera conocido a estos niños toda su vida.
Gilberto observaba desde lejos, con las madres y la profesora Beatriz a su lado, y sentía que su corazón podría estallar de alegría. Su pequeña Rosita, que había estado tan sola desde que perdió a su madre, finalmente tenía amigos.
Después de un rato de juego, Gilberto llamó a los niños.
“¿Les gustaría ir al río?” preguntó.
“¡Síííí!” gritaron todos.
Los niños corrieron de vuelta al bus para sacar sus cambios de ropa de las mochilas. Se pusieron los shorts y las poleras, guardando cuidadosamente su ropa de escuela.
Gilberto los guió por un sendero que serpenteaba entre los árboles. El sonido del agua corriendo se volvió más fuerte con cada paso, hasta que emergieron en la orilla de un río cristalino.
El agua brillaba bajo el sol, corriendo sobre piedras lisas pulidas por años de flujo constante. No era profundo, apenas llegaba a las rodillas de los niños en la parte más honda, y la corriente era gentil.
“Muy bien,” dijo la profesora Beatriz firmemente. “Pueden meter los pies y jugar en las partes poco profundas. Pero tengan mucho cuidado de no resbalar en las piedras mojadas.”
Los niños entraron al agua con gritos de deleite. Estaba fría y refrescante. Chapotearon, salpicándose unos a otros. Buscaron piedras bonitas en el lecho del río. Observaron pequeños peces plateados que nadaban en cardúmenes entre sus piernas.
Gilberto se sentó en la orilla con Rosita, haciendo barquitos de papel y dejándolos flotar río abajo mientras los niños los perseguían riendo.
Fue una hora de pura alegría y libertad.
Finalmente, cuando el sol comenzó a descender y los estómagos empezaron a gruñir, la profesora Beatriz reunió a todos.
“Es hora de secarse y cambiarse, niños. Tenemos que empezar a regresar.”
Con quejas buenas pero obedientes, los niños salieron del agua, se secaron con sus toallas, y se pusieron su ropa seca. Algunos compartieron sus meriendas, ofreciendo galletas y frutas entre sí.
De regreso en la casa, antes de despedirse, Sofía recordó algo importante.
“¡Las tarjetas!” exclamó. “Casi lo olvidamos.”
Los niños corrieron a sus mochilas y sacaron las tarjetas que habían hecho con tanto cuidado. Uno por uno, se acercaron a Gilberto y le entregaron su regalo.
El gigante recibió cada tarjeta con reverencia, mirando cada dibujo, leyendo cada mensaje escrito con letra irregular pero llena de cariño. Sus ojos se humedecieron con lágrimas que amenazaban con caer.
“Gracias,” dijo con voz emocionada. “Cada una de estas tarjetas es un tesoro. Las guardaré siempre.”
Los niños lo abrazaron, rodeando sus piernas enormes con sus bracitos pequeños. Incluso en grupo, apenas podían rodearlo completamente.
“Gracias por todo, señor Gilberto,” dijo la profesora Beatriz, estrechando su mano enorme. “Ha sido una experiencia maravillosa para los niños.”
“El placer fue todo mío,” respondió Gilberto sinceramente. “Y espero que vuelvan pronto. Las puertas de mi casa siempre están abiertas para ustedes.”
Mientras caminaban de regreso por el bosque hacia el bus, los niños se volvían constantemente para saludar con la mano. Gilberto y Rosita permanecieron en la puerta, saludando de vuelta hasta que la última cabeza desapareció entre los árboles.
El viaje de regreso fue más tranquilo. Muchos niños se quedaron dormidos, cansados de tanta emoción y actividad. Otros miraban por las ventanas, soñando despiertos sobre su aventura mágica.
Cuando llegaron a la escuela, los padres estaban esperando ansiosamente. Los niños bajaron del bus como un torrente de palabras y entusiasmo, cada uno compitiendo por contar su historia primero.
“¡Mamá, el gigante es enorme pero muy amable!”
“¡Papá, tiene gallinas de verdad!”
“¡Jugamos en el río!”
“¡La hija del gigante es linda y simpática!”
Los padres escuchaban con sonrisas, aliviados de ver a sus hijos tan felices y seguros.
Esa noche, en treinta y cinco hogares del pueblo, la conversación en la cena giró alrededor del gigante de corazón de oro. Los niños relataron cada detalle, desde las galletas de miel hasta los pececitos plateados en el río.
Y en una casa grande en el bosque, Gilberto metía a Rosita en la cama, su corazón rebosando de alegría.
“¿Te gustaron los niños de la escuela, mi amor?” preguntó, acomodando las cobijas alrededor de ella.
“Sí, papi,” respondió Rosita con un bostezo. “¿Pueden venir a jugar otra vez?”
“Por supuesto que sí,” prometió Gilberto, besando su frente. “Ahora duerme, mi princesa. Mañana es otro día lleno de posibilidades.”
Rosita cerró sus ojos, una sonrisa en sus labios, soñando con sus nuevos amigos.
Pero la historia no termina ahí.
Unos días después, un lunes por la mañana, los niños llegaron a la escuela como siempre. Se formaron en el patio para la asamblea matutina, todavía parloteando sobre su aventura en el bosque.
La directora, señora Morales, salió de su oficina con una expresión que parecía estar luchando por no sonreír demasiado.
“Buenos días, niños,” dijo.
“Buenos días, señora directora,” respondieron todos.
“Hoy tenemos una visita muy especial,” anunció. “Una visita que ninguno de ustedes esperaba.”
Los niños se miraron unos a otros, confundidos y curiosos.
La puerta de la oficina se abrió, y Gilberto salió, agachándose considerablemente para pasar por el marco de la puerta.
El patio estalló en gritos de alegría. Los niños rompieron filas y corrieron hacia él, rodeándolo, saltando, gritando su nombre.
“¡Niños, niños!” dijo Gilberto riendo, aunque claramente conmovido por la recepción. “¡Por favor, vuelvan a sus filas! ¡Obedezcan a sus maestras!”
Los niños, recordando sus modales, regresaron a sus lugares, aunque sus caras brillaban de emoción.
“Gracias,” dijo Gilberto con una sonrisa. “He venido esta mañana por dos razones. Primero, quería agradecerles personalmente por su visita y por las hermosas tarjetas que me regalaron. Cada una está pegada en la pared de mi cocina, donde puedo verlas todos los días.”
Los niños radiaban de orgullo.
“Y segundo,” continuó Gilberto, “he traído un pequeño regalo para cada uno de ustedes. Sus maestras se los entregarán al final del día. Espero que les gusten.”
Los niños aplaudieron con entusiasmo.
“Y una cosa más,” agregó Gilberto, su sonrisa volviéndose más amplia. “Rosita comenzará a asistir a esta escuela el próximo año. Así que espero verlos a menudo.”
El patio estalló en vítores. La señora Morales tuvo que silbar para restaurar el orden.
Gilberto se despidió con la mano y se dirigió hacia la salida. Pero antes de llegar a la puerta, la señora Morales lo alcanzó.
“Señor Gilberto,” lo llamó. “¿Podría hablar con usted un momento?”
Gilberto se detuvo y se volvió. “Por supuesto, señora directora.”
La señora Morales lo guió a un lado, donde podían hablar en privado.
“Verá,” comenzó con voz seria, “tenemos una situación difícil. Hay un niño en la escuela, Miguelito Sánchez, que está muy enfermo. Necesita medicamentos costosos, pero su familia… bueno, son muy pobres. Su padre trabaja cuando puede, pero no es suficiente.”
Gilberto escuchaba atentamente, su expresión volviéndose más seria.
“Los maestros y algunos padres estamos organizando una actividad para recaudar fondos,” continuó la señora Morales. “Venta de pasteles, una rifa, ese tipo de cosas. Como usted ahora es parte de nuestra comunidad escolar, pensé en preguntarle si querría contribuir de alguna manera…”
“Déme la receta,” dijo Gilberto simplemente.
La señora Morales parpadeó, sorprendida. “¿Perdón?”
“La receta médica del niño,” aclaró Gilberto. “Déjeme comprar los medicamentos. No hay necesidad de esperar a recaudar fondos. El niño los necesita ahora.”
Los ojos de la señora Morales se llenaron de lágrimas. “Señor Gilberto, eso es… es muy generoso de su parte. Pero los medicamentos son caros…”
“El dinero se puede ganar,” dijo Gilberto gentilmente. “Pero el tiempo perdido cuando un niño está enfermo nunca se recupera. Por favor, déme la receta.”
La señora Morales sacó un papel doblado del bolsillo de su delantal, donde lo había guardado con la esperanza de encontrar alguna solución. Se lo entregó a Gilberto con manos temblorosas.
“Gracias,” susurró. “No sabe cuánto significa esto para la familia.”
Gilberto tomó la receta y la guardó cuidadosamente. “¿Dónde vive la familia Sánchez?”
La señora Morales le dio la dirección, un pequeño vecindario en el lado más pobre del pueblo.
“Iré ahora,” dijo Gilberto. “Cuando regrese a buscar a Rosita esta tarde, le haré saber cómo fue todo.”
Y con eso, Gilberto salió de la escuela y caminó hacia el centro del pueblo.
Su tamaño causaba miradas donde quiera que iba, pero Gilberto estaba acostumbrado. Caminaba con propósito hacia la única farmacia del pueblo.
El farmacéutico, don Alfonso, lo conocía bien. Gilberto compraba allí las hierbas medicinales que no podía cultivar él mismo.
“Buenos días, Gilberto,” saludó don Alfonso con una sonrisa. “¿Qué te trae hoy?”
Gilberto extendió la receta. “Necesito todo lo que está en esta lista.”
Don Alfonso tomó el papel y silbó suavemente. “Es una lista larga. Y algunos de estos medicamentos son importados, bastante caros. Será…”
“No importa el precio,” interrumpió Gilberto. “Solo prepárelo, por favor.”
Don Alfonso asintió y comenzó a reunir los medicamentos. Pastillas para el corazón, jarabes para la tos, vitaminas, antibióticos. Llenó tres bolsas grandes.
Cuando le dio el total a Gilberto, era una suma que habría hecho a la mayoría de la gente del pueblo palidecer. Pero Gilberto simplemente sacó su billetera y pagó sin pestañear.
“Para un niño enfermo,” explicó a don Alfonso. “De la escuela.”
Don Alfonso sonrió con respeto. “Eres un buen hombre, Gilberto.”
Con las tres bolsas de medicamentos, Gilberto caminó hacia la dirección que le había dado la señora Morales. El vecindario era humilde, con casas pequeñas que necesitaban pintura y jardines que eran más tierra que hierba.
Encontró la casa de los Sánchez, una vivienda modesta con techo de lata y ventanas con cortinas hechas de tela reciclada. Tocó suavemente a la puerta.
Una mujer delgada, con ojeras profundas que hablaban de noches sin dormir cuidando a un hijo enfermo, abrió la puerta. Al ver al gigante, sus ojos se abrieron de par en par.
“Buenas tardes, señora,” dijo Gilberto con voz gentil. “¿Es usted la señora Sánchez?”
“S-sí,” tartamudeó ella, claramente sorprendida y un poco asustada.
“Por favor, no se alarme,” dijo Gilberto rápidamente, viendo su expresión. “Vengo de parte de la escuela, de la señora Morales. Sé que su hijo está enfermo.”
Extendió las tres bolsas llenas de medicamentos.
“Estos son para Miguelito. Todos los medicamentos de su receta.”
La señora Sánchez miró las bolsas, luego a Gilberto, luego de vuelta a las bolsas. Las lágrimas comenzaron a correr por sus mejillas.
“Yo… yo no puedo aceptar esto,” dijo con voz quebrada. “Es demasiado. No tengo cómo pagarle…”
“No quiero pago,” dijo Gilberto firmemente pero con amabilidad. “Solo quiero que su hijo se mejore. Los niños son el futuro. Merecen estar sanos y felices.”
La señora Sánchez rompió en llanto. “Que Dios lo bendiga, señor. Que Dios lo bendiga mil veces.”
“¿Puedo pasar un momento?” preguntó Gilberto. “Me gustaría conocer a Miguelito, si no es molestia.”
La señora Sánchez lo invitó a entrar, secándose las lágrimas con el borde de su delantal. La casa era pequeña y humilde, pero limpia y llena de amor. En una cama en la esquina de la sala de estar yacía un niño de unos siete años, pálido y delgado, pero con ojos brillantes y curiosos.
“Miguelito,” dijo su madre suavemente, “este señor ha traído tus medicinas.”
Miguelito miró al gigante con asombro. “¿Eres el gigante del que todos hablan? ¿El que vive en el bosque?”
Gilberto se arrodilló junto a la cama para estar más cerca del nivel del niño. “Sí, soy yo. Me llamo Gilberto. Y escuché que no te has sentido bien.”
“He estado enfermo,” admitió Miguelito. “Pero mamá dice que pronto me pondré mejor.”
“Y así será,” prometió Gilberto. “Estas medicinas te ayudarán. Y cuando estés mejor, cuando vuelvas a la escuela, ven a visitarme al bosque. Tengo una hija de tu edad. Se llama Rosita. Les gustaría ser amigos.”
Los ojos de Miguelito se iluminaron. “¿De verdad? ¿Puedo?”
“Por supuesto,” sonrió Gilberto. “Mi casa siempre está abierta para los niños del pueblo.”
La madre de Miguelito insistió en que Gilberto se quedara para una taza de té. Era lo menos que podía ofrecer a alguien que había hecho tanto por su familia. Gilberto aceptó, no queriendo ofenderla con un rechazo.
Se sentó en el sillón más grande (que aún era demasiado pequeño para él, pero se las arregló) y bebió el té humilde pero preparado con amor, acompañado de galletas simples. Y durante treinta minutos, habló con la señora Sánchez sobre Miguelito, sobre sus esperanzas para cuando se mejorara, sobre la bondad de los maestros de la escuela.
Cuando finalmente se despidió, la señora Sánchez lo abrazó, sin importarle que apenas podía rodear su cintura.
“Usted es un ángel,” le dijo. “Un ángel enviado por Dios.”
Gilberto caminó de regreso a la escuela sintiéndose más liviano que nunca. El dinero que había gastado en medicamentos había sido ganado con su trabajo en la granja, sí. Pero el sentimiento de haber ayudado a alguien que realmente lo necesitaba… eso no tenía precio.
Cuando llegó a la escuela para recoger a Rosita, la señora Morales salió corriendo a recibirlo.
“La señora Sánchez me llamó,” dijo con los ojos brillantes. “Lloró durante diez minutos en el teléfono antes de poder hablar coherentemente. No sabe cómo agradecerle.”
“No hay necesidad,” dijo Gilberto simplemente. “Solo espero que el niño se mejore.”
En ese momento, la campana sonó indicando el fin del día escolar. Los niños salieron como un río de energía y ruido. Cuando vieron a Gilberto, muchos corrieron a saludarlo.
Rosita salió de su pre-kinder de la mano de su maestra, y al ver a su padre, su cara se iluminó como el sol. Corrió hacia él y él la levantó en sus brazos gigantes, girándola en el aire mientras ella reía.
“¿Cómo estuvo tu día, mi princesa?” preguntó.
“¡Maravilloso, papi!” dijo Rosita. “Dibujé una casa y un árbol y la maestra dijo que estaba muy bonito.”
“Me encantaría verlo,” dijo Gilberto, poniéndola en el suelo pero manteniendo su mano pequeña en la suya enorme.
Caminaron juntos de regreso a casa, padre e hija, hablando sobre sus días, haciendo planes para la cena, existiendo en su burbuja de amor y contentamiento.
Esa noche, después de bañar a Rosita, de vestirla con su pijama favorito de conejitos, de leer su cuento antes de dormir, Gilberto la arropó en su cama.
“Papi,” dijo Rosita mientras él le daba un beso en la frente, “los niños de la escuela me dijeron que eres el hombre más bueno del mundo. ¿Es verdad?”
Gilberto sonrió gentilmente. “Solo trato de ayudar cuando puedo, mi amor. Todos deberíamos hacerlo. El mundo sería un lugar mucho mejor si cada persona ayudara a alguien más.”
“Cuando sea grande,” dijo Rosita con seriedad, “quiero ser como tú.”
Las lágrimas picaron en los ojos de Gilberto. “Ya eres como yo, mi amor. Tienes un corazón bondadoso. Eso es lo único que importa.”
Rosita bostezó, sus ojitos cerrándose. “Te quiero, papi.”
“Y yo te quiero más que a nada en este mundo,” susurró Gilberto. “Duerme bien, mi princesa.”
Salió de la habitación dejando la puerta entreabierta, permitiendo que una franja de luz del pasillo iluminara suavemente el cuarto.
En la cocina, mientras lavaba los platos de la cena, Gilberto miró las tarjetas pegadas en la pared. Treinta y cinco tarjetas hechas a mano con amor y gratitud. Cada una diferente, cada una especial.
Pensó en su vida. Había conocido la tragedia cuando perdió a su esposa. Había conocido la soledad de criar a una hija solo. Había conocido el juicio de algunos que lo veían como diferente por su tamaño.
Pero también había conocido el amor incondicional de su hija. La amistad de vecinos buenos. La alegría de ayudar a otros. Y ahora, la aceptación y el cariño de toda una comunidad de niños que lo veían no como un gigante, sino como un amigo.
Se acostó esa noche con el corazón lleno, mirando por la ventana las estrellas que brillaban en el cielo oscuro.
“Gracias,” susurró a nadie y a todos. “Gracias por esta vida bendecida.”
Y en toda la comunidad, desde el pueblo hasta los confines del bosque, treinta y cinco niños se acostaban también, soñando con gigantes bondadosos, con gallinas que ponían huevos dorados, con ríos cristalinos y amistades que durarían toda la vida.
Porque habían aprendido la lección más importante de todas: que la verdadera grandeza no se mide en centímetros o metros, sino en la capacidad del corazón para amar, compartir, y dar sin esperar nada a cambio.
El gigante tenía un corazón de oro. Y ese oro brillaba más que todo el dinero del mundo.
La Lección: La verdadera grandeza no se encuentra en el tamaño físico o la riqueza material, sino en la generosidad del espíritu y la bondad del corazón. Dar a otros sin esperar nada a cambio, ayudar a quienes lo necesitan, y compartir lo que tenemos son los actos que nos hacen verdaderamente grandes. Como el gigante Gilberto nos enseña, un corazón de oro vale más que todo el oro del mundo.